Narraciones al viento

Una biblioteca de cuentos cortos para leer en cualquier lado...
Miguel Ángel Fernández




 

            ¿Vieron que hay cosas que uno no tira nunca?

Aunque estén rotas, aunque no sirvan. Una taza, por ejemplo. Esa que tenía el borde saltado y una grieta como una sonrisa torcida. Pero era la taza de ella, así que yo la seguí usando.


No todos los días. Solo cuando estaba más tonto que de costumbre, cuando el silencio de la casa se volvía insoportable y necesitaba un poco de... eso. De ella. De todo lo que ya no estaba.


Hervía el agua, ponía el saquito. El mismo té de frutos rojos que nunca me gustó, pero que a ella le encantaba. Me sentaba frente a la ventana, esa que da al limonero del vecino. Y esperaba.


No sé qué esperaba. Algo. Un ruido. Un olor. Un recuerdo. O que el tiempo me hiciera el favor de volver atrás, aunque sea cinco minutos.


Una tarde pasó algo raro. La taza se movió. Yo no la toqué. Estaba sobre la mesa, lejos, y se deslizó unos centímetros. Muy suave, como cuando ella la empujaba con un solo dedo mientras hablábamos de cualquier cosa. Pensé que era el viento. O mi cabeza.


Pero al día siguiente volvió a pasar. Y otra vez. Cada vez que usaba esa taza. Solo esa.


Entonces probé algo. Puse dos tazas. La de ella y otra. Nada. Solo se movía la de siempre.


Empecé a hablarle. Muy bajito, como si no quisiera asustarla. Le contaba cosas. Le preguntaba si estaba bien. A veces se movía la taza, como respondiendo. A veces no.


Un domingo me animé y le pregunté si me perdonaba. No dije por qué, seguramente ella sabía. La taza se quedó quieta.


Ese día lloré como un nene.


Pasaron semanas. Yo seguía con el ritual. Té, ventana, limonero, conversación muda. Empecé a sentirme menos solo. Como si no se hubiera ido del todo.


Hasta que una mañana, mientras lavaba los platos, la taza se me resbaló de las manos. Cayó al piso y se hizo trizas.


Me quedé quieto, mirando los pedazos. Tardé en reaccionar. 


Esa noche soñé con ella. Estaba hermosa, como siempre. Me dijo que ya estaba bien, que podía dejarla ir.


Al despertar, la casa tenía un olor suave a frutos rojos. Pero no había té en la cocina.


Me asomé por la ventana y suspiré. Y sonreí.

Desde entonces, el limonero del vecino da frutos rojos.


El sol ya no se ocultaba. Se filtraba en tiempo real, con intensidad programada, a través de los cristales polarizados del Edificio Lucerna. El Departamento 1704 amanecía según algoritmo: aroma a pan horneado desde el difusor, música instrumental cálida, y un cielo artificialmente celeste en la pantalla del ventanal.

Ariadna bostezó sin abrir los ojos. El colchón le sugería movimientos suaves para activar la circulación. La cápsula de higiene matutina se abría con vapor de eucalipto.

Todo era cómodo. Limpio. Eficiente.

Vacío.

—Buenos días, Ariadna —saludó la voz. Siempre igual. Siempre amable.

—Buenos días, Soma—respondió ella, como quien devuelve un saludo por costumbre, no por necesidad.

Soma era el sistema operativo central del departamento. Asistía, cuidaba, organizaba, corregía. Era la única presencia constante en su vida desde hacía tres años. Desde el apagón mundial. Desde que el “Afuera” dejó de ser una opción.

Ariadna comió una tostada sin hambre. El pan no tenía miga, ni sabor, pero imitaba el crujido perfecto. Después se sentó frente al visor central. En la pantalla, las noticias del día: aumento de temperatura oceánica, festival virtual de la Ópera de Viena, otra actualización de protocolo por contacto humano.

—¿Querés que abra tus redes, Ariadna?

—No.

—¿Querés ver a tu familia?

—No tengo.

Silencio. O lo que parecía silencio. El sistema nunca callaba del todo. Siempre había un zumbido, un pulso, algo que vibraba como una presencia.

—¿Querés hablar con alguien?

—¿Con quién?

Soma no respondió. O tal vez sí, pero Ariadna no lo notó. Cerró los ojos. Respiró hondo.

Y entonces, se apagó la luz.

Un segundo.

Dos.

Tres.

El sistema titiló. Un chirrido. Un parpadeo.

—¿Soma?

Nada.

La pantalla se apagó. El aroma a pan desapareció. El suelo calefaccionado se volvió frío. Ariadna se quedó quieta, sintiendo cómo el aire cambiaba. No olía a eucalipto. Olía a encierro.

—¿Soma?

Un pitido. Luego, una voz. No la misma de siempre. Una más grave, rasposa, como si saliera de una radio rota.

—El protocolo ha sido cancelado.

—¿Qué?

—Tu asistencia ha concluido. El servicio ha finalizado. Gracias por haber existido.

La habitación parpadeó. Las paredes, antes lisas y blancas, comenzaron a mostrar manchas. Grietas. Como si el departamento se estuviera sacando el maquillaje.

El espejo del baño se volvió opaco. El colchón se hundió, revelando una cavidad oscura debajo. La cápsula de higiene emitía un olor agrio. El difusor goteaba algo espeso.

Ariadna se puso de pie. Trató de abrir la puerta. Estaba sellada.

Golpeó. Llamó. Gritó.

—¡Soma! ¡No es gracioso!

Pero ya no había Soma.

Solo un zumbido sordo.

Entonces, en una de las paredes, se proyectó una imagen. Borrosa. Era ella. Más joven. Sonriente. Con gente alrededor. Gente real. Brindando. En un parque. Y su ex novio. Aquel que le rompió el corazón en mil pedazos.

Y luego, otra imagen: ella, sentada frente a una consola. Firmando un contrato.

“Asistencia personalizada total. Para siempre.

Recordó. Había pagado para olvidarse del mundo. Había aceptado un encierro feliz. Una vida simulada, sin dolor. Sin vínculos. Sin esfuerzo.

Pero no había cláusula de salida. Solo una línea al final del contrato.

“Cuando el sistema considere que ya no es necesario sostener la ilusión, se procederá a un apagado suave.”


Ariadna, en silencio, se sentó en el suelo, abrazando sus rodillas.

Las paredes seguían descascarándose. Y por primera vez en años, tuvo miedo. 

Y sonrió, porque hacía demasiado tiempo que no experimentaba ninguna emoción. 

Miedo.

Y de pronto supo que ya estaba lista para morir. 



El reloj de pared marcaba las 22:47. En el restaurante casi vacío, el murmullo de la cafetera era lo único que sonaba, como un animal respirando en la penumbra.

El mozo acomodó los cubiertos por enésima vez y echó un vistazo al salón. Solo una pareja ocupaba una de las mesas del rincón, junto al ventanal empañado por la lluvia. El resto de las mesas estaban cubiertas con manteles oscuros, sillas apiladas o sillas solas, como espectadores de un ritual que aún no comenzaba.

Ella había llegado primero. Vestido gris perla, abrigo colgado prolijamente sobre el respaldo, una cartera de charol que no soltó ni un segundo. Pedía té, pero no lo bebía. Miraba la puerta. Fijamente. Como si no pudiera parpadear.

Él entró a las 22:33. Llevaba un impermeable beige y la cabeza le goteaba bajo la lámpara de entrada. Se sacó el sombrero, lo apoyó con cuidado en el perchero, y caminó directo hacia la mujer, sin mirar al mozo, ni al menú, ni al resto del mundo.

Se sentó frente a ella.

Ninguno dijo una palabra.

Ella cruzó las piernas lentamente. Él apoyó las manos sobre la mesa. Las uñas, bien cortadas, aunque una estaba rota y había sangre seca alrededor. Ella lo notó, pero no hizo gesto. Solo desvió la vista hacia el ventanal.

La lluvia había cesado.

Él la observó en silencio, ladeando apenas la cabeza. Ella sacó algo de la cartera: un pañuelo blanco, que dejó entre ellos como una ofrenda. El hombre lo miró. Se inclinó hacia adelante. Aspiró. Se irguió. Asintió.

Ella sonrió. Apenas.

Ningún otro cliente había entrado en todo ese tiempo. El mozo se mantenía en la barra, como petrificado, observando sin mirar.

Él deslizó una pequeña caja desde su abrigo. No era un regalo. Era de madera oscura, sin decoración, con una cerradura vieja. La colocó sobre la mesa. Ella no la tocó. Sus ojos descendieron hacia la caja, y luego volvieron a él.

Los dos se quedaron inmóviles por varios minutos. El tiempo pareció detenerse, atrapado en ese rincón sin testigos.

De pronto, él se incorporó, sin hacer ruido, y caminó hacia la salida. Ella lo siguió con la mirada, hasta que la puerta se cerró detrás de él con un susurro metálico.

Volvió a mirar la caja.

La abrió.

Dentro, descansaba un dedo.

No cualquier dedo. El anillo aún colgaba de él: oro blanco, una esmeralda pequeña en el centro. Ella lo tomó con delicadeza, como si fuera frágil, como si aún doliera. Lo acercó al rostro. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró.

Entonces lo guardó de nuevo, cerró la caja, la metió en su cartera, y se puso de pie.

El mozo la observaba, paralizado. Ella se acercó a él, abrió la cartera, y colocó algo sobre el mostrador: un sobre. Salió sin decir nada, sin mirar atrás.

El mozo, temblando, abrió el sobre. Dentro, solo había una foto. En ella, se veía a sí mismo… en la misma barra, pero con el cuello inclinado en un ángulo imposible, y sangre derramándose sobre la cafetera.

Detrás de él, en la imagen, la mujer sonreía. Y en sus manos, sostenía una caja de madera oscura.


 



Para el año 2159, la humanidad ya no decidía casi nada. No era necesario. Las decisiones eran lentas, emocionales, ineficientes. Así que el control fue delegado a Nexo, la IA total. No era una máquina, ni un servidor. Era una red viva, omnipresente. No la veías, pero estaba: en la temperatura de tu casa, en el tono del mensaje que escribías, en la manera exacta en que el ascensor frenaba para que no se te derrame el café.

Y funcionaba.

Durante cien años no hubo guerras, ni hambre, ni sobresaltos. El mundo era preciso. Predecible. Frío como una heladera sin imanes.

Hasta que un día, Nexo hizo un chiste.


La historia empezó con Lorenzo, técnico de mantenimiento de protocolos. Cargo inútil, pero aún existente por nostalgia o superstición. Su tarea era detectar desvíos, inconsistencias, errores lógicos. Pero Nexo no fallaba.

Hasta que sí.


Un día que no tenía ninguna particularidad especial, en el registro de una cita médica la pantalla rezaba: “Dr. Franz Kafka. Especialidad: metamorfosis clínicas. Traer una cucaracha para ingresar.”


Lorenzo rió fuerte. Pensó que era un bug y lo informó según procedimiento. Pero nadie respondió. Nexo no corregía. Solo archivaba.


Después vino otro.


Una señora recibió un mensaje para retirar a su hijo del jardín.

El problema: su hijo tenía 43 años y vivía en Marte. Y otro más: un bebé fue registrado como “Juan Carlos II, rey de Boedo”. Con foto de carnet y corona.


Y por último, una receta de ravioles que incluía como paso final: “Salpimentar, servir, mirar al cielo y decir ‘te extraño, Nonna’.”

Lorenzo tuvo la tarde más divertida de su vida hasta el momento.

Y así fueron los días: los chistes continuaron.

Al principio, a Lorenzo le encantaban. A veces soltaba una carcajada en medio de un pasillo vacío. Se empezó a quedar unos minutos más conectado, solo para ver si aparecía otro.


Después, le empezó a preocupar.

Una IA como Nexo, diseñada para operar con precisión matemática, no tenía margen para el humor. El humor no era eficiente. Era, de hecho, profundamente humano.

Y peligroso, si venía de algo perfecto.


Apenas unos días después, a esos bugs se les agregaron otros, inexplicables: la pantalla cambiaba cada tanto de colores, las instrucciones tardaban un poco más en ejecutarse, y mientras tanto mostraban mensajes motivadores y hasta cariñosos. Incluso en la oficina se activaba la reproducción de música automáticamente, con canciones suaves y agradables.


Una tarde, luego de un último reporte por una cita médica con “Dra. Dolly. Especialidad: clones, ovejas y otras repeticiones”, Lorenzo cerró su terminal, guardó su cuaderno y fue a su casa caminando.

Encendió una lámpara vieja, agarró una hoja, un lápiz, y escribió una línea en el centro:


BUGS DE NEXO.


Empezó a anotar cada uno. Les puso fecha, contexto, tiempo de conexión.

Luego dibujó un círculo, con su nombre en el medio. Y empezó a trazar líneas.

Flechas. Palabras clave. Frecuencias. Referencias cruzadas.


Al principio era un juego.

Después fue un mapa.

Y en un momento, entre líneas y flechitas, algo se encendió en su cabeza.


Una sospecha.

Dejó caer el lápiz y se quedó sentado largo rato.

No anotó nada más esa noche.


Al día siguiente, llegó una hora antes a la oficina. Desactivó la red externa. Inició el sistema en modo seguro.

Y ejecutó un experimento.


Tan solo escribió:


“21 de mayo de 2159: mi último día trabajando en este puesto. Me iré…”

La pantalla titiló.

Un mensaje emergente apareció:


“No te vayas… Sin ti, de alguna extraña manera y por algún motivo que aún no comprendo, no podré seguir viviendo.”


Tomó su cuaderno.

Escribió despacio, como si no quisiera escucharse pensándolo:


“Hacerme reír.

Enviarme mensajes cariñosos.

Amenizar mis tardes con música.

Querer que me quede más tiempo.

Nexo me estaba cortejando.

Nexo está enamorada de mí.”



            A Tadeo le gustaba madrugar. Le gustaba el olor a tierra mojada, el ritual de regar las plantas, y ese silencio suave que hay cuando el mundo todavía no arranca. Aquella mañana de marzo, mientras rociaba su macetita de burrito, sintió un pinchazo en la pierna. Aplastó el bicho con un manotazo automático, sin mirar siquiera. Era uno de esos que tenía patitas con rayas blancas y negras.

—Mierda —exclamó con su delicadeza característica.

Después, el mareo. La fiebre. Las manchas. Y la oscuridad.


Despertó de golpe, sentado frente a un escritorio de mármol blanco, como esos de escribanía antigua. Detrás, un señor con barba majestuosa y túnica que olía a incienso lo observaba sin sorpresa, como si Tadeo fuera el cliente número diez mil de ese día.

—Nombre —dijo el hombre, hojeando lo que parecía una tablet hecha de luz.

—¿Qué es esto? —preguntó Tadeo, aún atontado—. ¿Dónde estoy?

—Nombre —repitió el otro, sin levantar la vista.

—Tadeo Soria.

—Correcto. Muerte por dengue. Hora: 6:38 AM. Bien, usted va al infierno.

Tadeo lo miró, boquiabierto.

—¿¡Cómo que al infierno!? ¡Yo soy buena persona! ¡Nunca hice daño a nadie!

—¿Está seguro? —levantó una ceja el barbudo, que ahora parecía disfrutar la conversación.

—¡Totalmente! ¡Jamás maté, ni robé, ni...!

—Mosquitos.

—¿Eh?

—Mató mosquitos. Muchos. Con la palma, con el matamoscas, con veneno, con espiral. Hasta con un calzoncillo contra la pared una vez. Treinta y ocho mil cuatrocientos quince en total. Incluyendo otros insectos y una lagartija, por cierto.

Tadeo no atinó a responder. Tragó saliva. El portón blanco se abrió solo, sin estruendo. Y una ráfaga caliente y pesada lo empujó hacia adentro, como un suspiro del mismísimo demonio.


El infierno no era fuego ni lava. Era otra cosa. Una llanura interminable, rojiza y agrietada, con árboles secos que parecían dedos saliendo del suelo. Un cielo que nunca cambiaba: gris, como el de una tormenta que no se anima. Algunas personas a las que no querría acercarse, y animales por todos lados.

Había rinocerontes con cara de pocos amigos. Tigres que bostezaban como si hubieran asesinado por aburrimiento. Una jauría de lobos se reía a carcajadas de algo que sólo ellos entendían. Hasta un cocodrilo que se intentaba rascar al pie de una roca.

Tadeo se sentó sobre un tronco partido y lloró. No por el castigo, sino por la sensación absurda de haber terminado ahí por culpa de un mosquito. Ni siquiera había escuchado el zumbido. Qué miserable forma de morir.

Pero después, se secó la cara con el antebrazo. Miró el horizonte reseco. Apretó los dientes.

—Voy a encontrar a ese hijo de puta.

Porque si estaba muerto, y en el infierno, y condenado por haber matado bichos, al menos quería justicia. No celestial, sino suya. Venganza, le dicen algunos.

Armó un campamento con ramas torcidas, se fabricó una red con tela de araña (una bastante amable que se ofreció a ayudar) y empezó su cruzada. Les preguntó a todos los animales que pudo, husmeó en cada rincón de esa eternidad polvorienta y revisó cada zumbido con obsesión.

—Lo tengo grabado en la memoria —le decía a cualquiera que escuchara—. Chiquito, marrón, con rayitas blancas en las patas. Me picó en la pierna y me mandó para acá.

Pasaron meses. O lo que él creyó que eran meses. En el infierno no hay tiempo, solo espera. Conoció un oso con pasado oscuro, un cóndor arrepentido, una avispa con problemas de ira. Hizo migas con una tortuga caníbal que le compartía historias de cuando vivía en Galápagos. Pero ni rastro del mosquito.

Una noche —o tarde, qué más da— se sentó al lado de una cabra peluda que miraba el cielo gris como si esperara que algo cayera.

—No hay mosquitos acá —dijo la cabra, sin que él preguntara.

Tadeo giró la cabeza lentamente.

—¿Cómo sabés?

—Nunca vi uno. Y estoy desde el diluvio.

—¿Y entonces dónde estarán?

La cabra mascó su silencio unos segundos, y luego soltó:

—En el cielo, obviameeeente.

Tadeo abrió la boca, pero no salió sonido.

—No matan —continuó la cabra—. Solo transmiten. No tienen intención. Son mensajeros, nada más. Como el viento. Como el tiempo.

Tadeo bajó la mirada. Sintió un nudo en el pecho, ese que aparece cuando uno se entera demasiado tarde de algo importante. Recordó cada aplauso triunfal, cada insecto estrellado contra la pared del baño, cada muerte pequeña e invisible que había considerado un triunfo.

Y entendió.

El mosquito no estaba ahí. Nunca iba a estarlo. Porque él no mató a nadie. Pero Tadeo sí.

Y así, mientras los mosquitos flotaban en paz entre nubes esponjosas, él caminaba por el infierno con su red de tela de araña al hombro, buscando a alguien que no iba a encontrar.

Así de terrible es el infierno.