¿Vieron que hay cosas que uno no tira nunca?
Aunque estén rotas, aunque no sirvan. Una taza, por ejemplo. Esa que tenía el borde saltado y una grieta como una sonrisa torcida. Pero era la taza de ella, así que yo la seguí usando.
No todos los días. Solo cuando estaba más tonto que de costumbre, cuando el silencio de la casa se volvía insoportable y necesitaba un poco de... eso. De ella. De todo lo que ya no estaba.
Hervía el agua, ponía el saquito. El mismo té de frutos rojos que nunca me gustó, pero que a ella le encantaba. Me sentaba frente a la ventana, esa que da al limonero del vecino. Y esperaba.
No sé qué esperaba. Algo. Un ruido. Un olor. Un recuerdo. O que el tiempo me hiciera el favor de volver atrás, aunque sea cinco minutos.
Una tarde pasó algo raro. La taza se movió. Yo no la toqué. Estaba sobre la mesa, lejos, y se deslizó unos centímetros. Muy suave, como cuando ella la empujaba con un solo dedo mientras hablábamos de cualquier cosa. Pensé que era el viento. O mi cabeza.
Pero al día siguiente volvió a pasar. Y otra vez. Cada vez que usaba esa taza. Solo esa.
Entonces probé algo. Puse dos tazas. La de ella y otra. Nada. Solo se movía la de siempre.
Empecé a hablarle. Muy bajito, como si no quisiera asustarla. Le contaba cosas. Le preguntaba si estaba bien. A veces se movía la taza, como respondiendo. A veces no.
Un domingo me animé y le pregunté si me perdonaba. No dije por qué, seguramente ella sabía. La taza se quedó quieta.
Ese día lloré como un nene.
Pasaron semanas. Yo seguía con el ritual. Té, ventana, limonero, conversación muda. Empecé a sentirme menos solo. Como si no se hubiera ido del todo.
Hasta que una mañana, mientras lavaba los platos, la taza se me resbaló de las manos. Cayó al piso y se hizo trizas.
Me quedé quieto, mirando los pedazos. Tardé en reaccionar.
Esa noche soñé con ella. Estaba hermosa, como siempre. Me dijo que ya estaba bien, que podía dejarla ir.
Al despertar, la casa tenía un olor suave a frutos rojos. Pero no había té en la cocina.
Me asomé por la ventana y suspiré. Y sonreí.
Desde entonces, el limonero del vecino da frutos rojos.