Narraciones al viento

Una biblioteca de cuentos cortos para leer en cualquier lado...
Miguel Ángel Fernández

Edi, el viajero



Por  M!     octubre 15, 2024    Labels: 

 

Capítulo 1: La ausencia

    Hay cosas que no se pueden describir, como el vacío que queda cuando alguien desaparece de tu vida. Mi madre murió cuando yo era tan chico que, si cierro los ojos, apenas la puedo recordar. Es curioso cómo el cerebro retiene lo mínimo indispensable para que duela lo justo. A veces me pregunto si sería más fácil haber olvidado todo. Pero no, quedaba algo. Su sonrisa quizás. O esa cadenita con un dije con forma de reloj, que tantas cosquillas me hacía cuando estaba en su regazo. No mucho más, pero siempre queda algo, aunque sea pequeño, como un eco distante que retumba en la cabeza.

    Después de que ella se fue, la soledad se convirtió en una constante. Mi padre, un hombre de ciencia, lidiaba con la vida como si fuera un problema matemático. Todo era explicable, todo tenía una fórmula, un porqué. Pero cuando se trataba de mí, nunca encontró la ecuación correcta. Él me enseñó todo lo que sabía, como si con conocimientos pudiera reemplazar lo que yo más necesitaba. Física, química, teorías sobre el universo... pero en el fondo, lo único que yo quería era entender el vacío. ¿Cómo se llenaba? Nadie me lo explicó nunca.

    Con el tiempo, fui creciendo entre fórmulas y ausencias. Los días pasaban entre libros y ecuaciones que yo trataba de resolver como si, al hacerlo, lograra también entender por qué la vida era así. Mi padre desapareció cuando yo tenía quince. Simplemente se fue, como si todo lo que me había enseñado hasta entonces fuera suficiente para que pudiera arreglármelas solo. Y de alguna manera, tenía razón. Aprendí a resolver problemas, a entender el mundo desde una perspectiva fría, lógica. Pero el frío también cala en los huesos, aunque tengas todas las respuestas.

    A veces me sentía un extraño incluso para mí mismo. Como si cada día que pasaba me volviera más una extensión de los experimentos de mi padre, y menos un ser humano. Los pocos recuerdos que tenía de mi madre se volvían más borrosos con cada año que pasaba, pero esa sensación, esa punzada en el pecho, nunca desapareció. Era como si su ausencia fuera la única cosa realmente constante en mi vida. Lo único que daba sentido a todo.

    Fue esa falta la que me empujó a intentarlo, a hacer lo que todos consideraban imposible: viajar en el tiempo. No lo hice porque creyera en cambiar el pasado o arreglar lo que ya estaba roto. Lo hice porque, de alguna manera, esa ausencia se había vuelto insostenible. No quería volver a verla para salvarla. Sé que, según los cálculos, el pasado no se puede cambiar. Solo quería sentir, aunque fuera por un instante, que había algo más allá de esa frialdad científica que me había envuelto en todo momento. Quería sentir amor aunque sea una vez.

    Pasé años encerrado en mi sótano, rodeado de cables, diagramas y ecuaciones. No me importaba lo que ocurría en el mundo exterior, ni las relaciones que no tenía, ni los amigos que nunca hice. Solo había una pregunta que importaba: si podía volver, aunque fuera por un segundo, a un tiempo en el que ella aún estuviera. No tenía muchas expectativas. El tiempo es algo que ni siquiera los más grandes científicos han logrado manipular. Pero yo lo intenté, porque no había otra cosa en la vida que me moviera. Era ella o nada.

    El día que la máquina estuvo lista, la habitación se sintió extrañamente quieta. Recuerdo que lo único que oía era el sonido de mi respiración. Todo lo demás se había desvanecido. Miré la consola, revisé cada uno de los cálculos por última vez. Solo coloqué un bolso de viaje con lo necesario para subsistir. El viaje estaba programado para un año cualquiera, uno donde ella todavía existía, y sonreí cuando recordé su cadenita con el dije con forma de reloj. Que curiosa coincidencia. 

    Y entonces, mis manos temblaron cuando apreté el último botón.

    En ese momento, supe que mi vida nunca había tenido otro propósito que ese. Todo lo que había aprendido, todo lo que me había enseñado mi padre, todos esos días interminables, estaban destinados a culminar en este instante. La máquina zumbó, el mundo se desdibujó, y el tiempo dejó de ser lo que era.


Capítulo 2: La búsqueda

    Viajar en el tiempo no es tan romántico como lo había imaginado. No fue llegar y ver, como pensaba, sino una sucesión de días agobiantes, llenos de incertidumbre. Apenas aterricé en ese tiempo que no era el mío, todo parecía igual… pero distinto. No sabía exactamente en qué año estaba. Sabía que ella estaba viva, y eso bastaba.

    Mi primera parada fue un pueblo pequeño, cuyo nombre vi en viejos documentos: Quevedo. Supe de su existencia gracias a unos papeles amarillentos que encontré entre las cosas de mi padre. El camino hacia Quevedo fue mucho más difícil de lo esperado. Aún con las ventajas tecnológicas que poseía en mi mente, los transportes de esa época no ayudaban mucho. Había caminos de tierra, arruinados, que apenas merecían el título de "carreteras". En mi mente, viajar en el tiempo había sido la parte difícil, pero la verdadera odisea fue recorrer esos caminos interminables.

    No había trenes directos, así que tuve que depender de la amabilidad de conductores que me llevaban por tramos. Subí en camiones de carga, carrozas desvencijadas, y hasta a pie recorrí largas distancias bajo el sol abrasador, siempre con la esperanza de que cada curva en el camino me acercara más a ella. Los días pasaban y el paisaje no cambiaba: campos vacíos, colinas verdes y el horizonte eterno. A veces me preguntaba si el pueblo realmente existía o si era solo una ilusión en mi mente. Pero no podía rendirme, no aún.

    El sol caía cada tarde sin ningún indicio de progreso. Me instalaba en pequeños hospedajes a la orilla de la carretera, sitios donde las camas crujían y el polvo se acumulaba en cada esquina. Las conversaciones con los lugareños eran breves. Nadie había oído hablar de Quevedo. Era como si el pueblo hubiera sido tragado por el tiempo.

    Finalmente, tras casi una semana de viaje, llegué a una encrucijada. Un viejo con un sombrero de paja, sentado en el borde del camino, me indicó con un gesto que siguiera recto. 


    —Quevedo está a unas horas— bostezó. Mis pies casi temblaron al oírlo. Apreté el paso con renovada energía. El polvo levantado por mis botas era lo único que acompañaba mi marcha.

    Cuando por fin llegué a Quevedo, fui recibido por un silencio extraño. Era un pueblo bastante pequeño. Casi que ni siquiera parecía un pueblo, más bien una acumulación de casas dispares, desperdigadas, como si no pertenecieran a un lugar en particular. Las calles eran de tierra, y solo unos pocos perros dormían al sol. No había el bullicio de un mercado ni la vitalidad de los niños jugando en la plaza. Si no fuera por el humo que salía de algunas chimeneas, habría jurado que estaba abandonado.

    Con mi mochila cargada y los pies polvorientos, me dirigí al primer hospedaje del pueblo, la casa de los Peralta, una familia que ofrecía alojamiento a viajeros como yo. Me recibieron con una hospitalidad inusual. El padre, un hombre robusto de manos curtidas, me permitió quedarme en una de sus habitaciones. 

    E inmediatamente me fui a la taberna, el único lugar que parecía tener un poco de vida. Me acerqué a la barra, pedí algo para beber y, tras algunas palabras triviales con el tabernero, comencé a preguntar por ella.

    —¿Conoces a alguien llamada Yoqui? —pregunté, casi en un susurro, con la esperanza de que ese nombre resonara en su memoria.

    El hombre, con una expresión de sorpresa en su rostro, negó con la cabeza. Intenté con algunos otros en la taberna, pero la respuesta fue siempre la misma: nadie conocía a una tal Yoqui. Frustrado, salí a las calles de Quevedo y repetí la misma pregunta en cada puerta, en cada rincón. Pero los días pasaron, y nadie me daba la respuesta que buscaba.

    Con el tiempo, comencé a perder la esperanza. El calor, la soledad, la falta de pistas… todo me abrumaba. Fue entonces cuando, mientras me preparaba para otro intento fallido en mi búsqueda, conocí a Ana, la hermana menor de los Peralta.

    Ana era todo lo contrario a lo que había imaginado encontrar en un pueblo como Quevedo. Tenía el cabello largo y oscuro, y unos ojos que parecían capaces de penetrar cualquier capa de tristeza o desánimo. Fue ella quien se ofreció para acompañarme con una sonrisa cálida, y desde ese instante algo en mí se movió. Al principio, no le di importancia. Tenía una misión, y nada debía distraerme. Su compañía iba a ser útil para mi, práctica. Nada más.

    Los días siguientes continué con mi búsqueda. Pregunté en la iglesia, en las casas más antiguas del pueblo, pero nada. Yoqui seguía siendo solo un nombre sin rostro. En las tardes, me encontraba volviendo a la casa de los Peralta sin respuestas, agotado y frustrado, pero Ana estaba allí, siempre dispuesta a escuchar mis historias, aunque no tuviera mucho que contarle.

    A medida que mi esperanza se apagaba, algo nuevo comenzaba a crecer. La búsqueda de mi madre se volvía una sombra, una rutina sin sentido, mientras los momentos con Ana se volvían el centro de mi día. Hablábamos cada vez más, de cosas pequeñas, del clima, del pueblo, de la vida que llevaba en Quevedo. Ella me contaba sobre sus sueños, sus deseos de ver más allá del horizonte. Y cada vez que la escuchaba, sentía que el vacío que llevaba dentro se hacía un poco más pequeño.

    Una tarde, mientras caminábamos por las afueras del pueblo, Ana me preguntó si había encontrado lo que estaba buscando. Me detuve, mirando al horizonte, pensando en la respuesta. ¿Lo había hecho? La respuesta más honesta era no. No había encontrado a mi madre, ni rastro de Yoqui en ese pueblo olvidado. Pero al mismo tiempo, algo en mí ya no sentía la urgencia de seguir buscando.

    Ana se había vuelto algo más que una simple compañía. Su risa, sus ojos, su forma de ser… todo en ella me hacía sentir que, quizás, lo que había estado buscando durante tanto tiempo no era a mi madre, sino algo que llenara el vacío que ella había dejado. Y, de algún modo, Ana lo estaba logrando.

    Los días continuaron, pero mi búsqueda no. Dejé de preguntar por Yoqui, porque me di cuenta de que ya no importaba. Ana y yo caminábamos juntos, reíamos, nos conocíamos cada vez más. Me estaba enamorando de ella, de su bondad, de su sencillez. Y en ese proceso, empecé a pensar que, tal vez, ya no necesitaba encontrar a mi madre para sentirme completo.

    Tal vez, había encontrado algo más. Algo que, por primera vez en mucho tiempo, me hacía sentir vivo.

    Y un día, le conté a Ana algunos detalles de mi búsqueda. No todo, porque me creería loco. Pero si sobre mi búsqueda de Yoqui en un pueblo llamado Quevedo.

    Edi, tú sabes que hay más de un pueblo llamado Quevedo, ¿verdad?— Ante mi cara de sorpresa, me miró profundamente. Luego, se preparó para hacerme una propuesta que no podría rechazar.

    —Hay otro pueblo más grande llamado Quevedo a menos de un día de viaje desde aquí. Vayamos juntos, y tomémoslo como una aventura.

    Ese fue el instante más feliz de mi vida hasta el momento.

    —¡Si!


Capítulo 3: El encuentro

    El sol ya estaba alto cuando dejamos atrás el pequeño Quevedo. Ana caminaba a mi lado, su paso ligero, casi despreocupado, mientras yo mantenía un ritmo más lento, absorto en mis pensamientos. No podía dejar de imaginar lo que me esperaba en el otro pueblo. ¿Y si mi madre estaba allí? ¿Y si, por fin, después de todo este tiempo, la encontrara? Y mejor aún, ¿cómo sería presentarle a Ana, la mujer que había llenado ese vacío que durante tantos años me había acompañado?

    El camino era tranquilo, bordeado por árboles y pequeños campos que se extendían hacia el horizonte. No era como el viaje que hice para llegar al primer Quevedo. Esta vez, cada paso se sentía más ligero, más esperanzador. Ana tarareaba una canción mientras el viento acariciaba suavemente nuestras caras, y yo no podía dejar de sonreír. Me sentía como si estuviera en el borde de algo maravilloso, un amor doble, tan cercano que casi podía tocarlo. Encontrar a mi madre y, al mismo tiempo, tener a Ana a mi lado... era casi demasiado para ser verdad.

    —¿Qué harás cuando la encuentres? —preguntó Ana, rompiendo el silencio.

    Miré hacia ella, sorprendido por la pregunta, pero con una sonrisa en los labios.

    —No lo sé —dije sinceramente—. No me lo he planteado. Supongo que le contaré todo... y te la presentaré. Me encantaría que ustedes dos se conocieran.

    Ana sonrió y asintió, aunque su mirada parecía estar en otro lugar. Continuamos caminando en silencio durante un buen rato, hasta que el sonido de un río cercano nos invitó a hacer una pausa.

    Nos sentamos junto a la orilla, bajo la sombra de un árbol, el sol ya empezando a teñir el cielo de tonos cálidos. Me sentí exhausto, pero de una manera agradable. El cansancio de un largo día bien vivido. Ana se recostó en la hierba, y sin pensarlo mucho, apoyé mi cabeza en su regazo. Su mano acarició mi cabello con suavidad, y por un momento, todo lo que me preocupaba dejó de existir.

    —¿Te molesta mi nombre? —preguntó de repente Ana, rompiendo el silencio.

    Abrí los ojos, algo desconcertado.

    —¿Tu nombre? No, ¿por qué lo haría?

    Ella rió, pero había algo en su risa que me hizo sentir un ligero escalofrío.

    —Siempre he odiado el nombre Ana. Es tan… simple, tan común. Si pudiera, me cambiaría el nombre.

    —¿Y qué nombre elegirías? —pregunté, más por curiosidad que por otra cosa.

    —Yoqui —respondió sin dudar—. Me gustaría llamarme Yoqui. Es un nombre con más personalidad, ¿no crees? Le pediré permiso cuando la encontremos, si no te molesta.

    No dije nada. No podía. Solo cerré los ojos, tratando de procesar lo que acababa de escuchar, y fue entonces cuando lo sentí. Algo frío rozó mi frente. Abrí los ojos y allí estaba, justo encima de mí, colgando de su cuello: una cadenita con un dije en forma de reloj. Hacía cosquillas en mi piel, exactamente como lo hacía en los pocos recuerdos que tenía de mi madre.

    Todo encajó de golpe. El peso de la revelación me dejó sin aire. ¿Cómo no lo vi antes? ¿Cómo no lo supe?

    —Edi… —su voz sonaba suave, como si no notara lo que acababa de suceder dentro de mí—, ¿Edi es tu nombre completo?

    Giré mi cabeza para mirarla. Su rostro era tan familiar ahora, tan dolorosamente familiar, pero no de la manera que había esperado. Ella me devolvió la mirada con esa ternura que había aprendido a amar en estos días.

    —No... —dije con un hilo de voz—. Me llamo Edipo.








Sobre M!

Escritor amateur, licenciado en recursos humanos, técnico electrónico y docente universitario, un ecléctico apasionado por la belleza de la humanidad.

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