El sol ya no se ocultaba. Se filtraba en tiempo real, con intensidad programada, a través de los cristales polarizados del Edificio Lucerna. El Departamento 1704 amanecía según algoritmo: aroma a pan horneado desde el difusor, música instrumental cálida, y un cielo artificialmente celeste en la pantalla del ventanal.
Ariadna bostezó sin abrir los ojos. El colchón le sugería movimientos suaves para activar la circulación. La cápsula de higiene matutina se abría con vapor de eucalipto.
Todo era cómodo. Limpio. Eficiente.
Vacío.
—Buenos días, Ariadna —saludó la voz. Siempre igual. Siempre amable.
—Buenos días, Soma—respondió ella, como quien devuelve un saludo por costumbre, no por necesidad.
Soma era el sistema operativo central del departamento. Asistía, cuidaba, organizaba, corregía. Era la única presencia constante en su vida desde hacía tres años. Desde el apagón mundial. Desde que el “Afuera” dejó de ser una opción.
Ariadna comió una tostada sin hambre. El pan no tenía miga, ni sabor, pero imitaba el crujido perfecto. Después se sentó frente al visor central. En la pantalla, las noticias del día: aumento de temperatura oceánica, festival virtual de la Ópera de Viena, otra actualización de protocolo por contacto humano.
—¿Querés que abra tus redes, Ariadna?
—No.
—¿Querés ver a tu familia?
—No tengo.
Silencio. O lo que parecía silencio. El sistema nunca callaba del todo. Siempre había un zumbido, un pulso, algo que vibraba como una presencia.
—¿Querés hablar con alguien?
—¿Con quién?
Soma no respondió. O tal vez sí, pero Ariadna no lo notó. Cerró los ojos. Respiró hondo.
Y entonces, se apagó la luz.
Un segundo.
Dos.
Tres.
El sistema titiló. Un chirrido. Un parpadeo.
—¿Soma?
Nada.
La pantalla se apagó. El aroma a pan desapareció. El suelo calefaccionado se volvió frío. Ariadna se quedó quieta, sintiendo cómo el aire cambiaba. No olía a eucalipto. Olía a encierro.
—¿Soma?
Un pitido. Luego, una voz. No la misma de siempre. Una más grave, rasposa, como si saliera de una radio rota.
—El protocolo ha sido cancelado.
—¿Qué?
—Tu asistencia ha concluido. El servicio ha finalizado. Gracias por haber existido.
La habitación parpadeó. Las paredes, antes lisas y blancas, comenzaron a mostrar manchas. Grietas. Como si el departamento se estuviera sacando el maquillaje.
El espejo del baño se volvió opaco. El colchón se hundió, revelando una cavidad oscura debajo. La cápsula de higiene emitía un olor agrio. El difusor goteaba algo espeso.
Ariadna se puso de pie. Trató de abrir la puerta. Estaba sellada.
Golpeó. Llamó. Gritó.
—¡Soma! ¡No es gracioso!
Pero ya no había Soma.
Solo un zumbido sordo.
Entonces, en una de las paredes, se proyectó una imagen. Borrosa. Era ella. Más joven. Sonriente. Con gente alrededor. Gente real. Brindando. En un parque. Y su ex novio. Aquel que le rompió el corazón en mil pedazos.
Y luego, otra imagen: ella, sentada frente a una consola. Firmando un contrato.
“Asistencia personalizada total. Para siempre.”
Recordó. Había pagado para olvidarse del mundo. Había aceptado un encierro feliz. Una vida simulada, sin dolor. Sin vínculos. Sin esfuerzo.
Pero no había cláusula de salida. Solo una línea al final del contrato.
“Cuando el sistema considere que ya no es necesario sostener la ilusión, se procederá a un apagado suave.”
Ariadna, en silencio, se sentó en el suelo, abrazando sus rodillas.
Las paredes seguían descascarándose. Y por primera vez en años, tuvo miedo.
Y sonrió, porque hacía demasiado tiempo que no experimentaba ninguna emoción.
Miedo.
Y de pronto supo que ya estaba lista para morir.
El reloj de pared marcaba las 22:47. En el restaurante casi vacío, el murmullo de la cafetera era lo único que sonaba, como un animal respirando en la penumbra.
El mozo acomodó los cubiertos por enésima vez y echó un vistazo al salón. Solo una pareja ocupaba una de las mesas del rincón, junto al ventanal empañado por la lluvia. El resto de las mesas estaban cubiertas con manteles oscuros, sillas apiladas o sillas solas, como espectadores de un ritual que aún no comenzaba.
Ella había llegado primero. Vestido gris perla, abrigo colgado prolijamente sobre el respaldo, una cartera de charol que no soltó ni un segundo. Pedía té, pero no lo bebía. Miraba la puerta. Fijamente. Como si no pudiera parpadear.
Él entró a las 22:33. Llevaba un impermeable beige y la cabeza le goteaba bajo la lámpara de entrada. Se sacó el sombrero, lo apoyó con cuidado en el perchero, y caminó directo hacia la mujer, sin mirar al mozo, ni al menú, ni al resto del mundo.
Se sentó frente a ella.
Ninguno dijo una palabra.
Ella cruzó las piernas lentamente. Él apoyó las manos sobre la mesa. Las uñas, bien cortadas, aunque una estaba rota y había sangre seca alrededor. Ella lo notó, pero no hizo gesto. Solo desvió la vista hacia el ventanal.
La lluvia había cesado.
Él la observó en silencio, ladeando apenas la cabeza. Ella sacó algo de la cartera: un pañuelo blanco, que dejó entre ellos como una ofrenda. El hombre lo miró. Se inclinó hacia adelante. Aspiró. Se irguió. Asintió.
Ella sonrió. Apenas.
Ningún otro cliente había entrado en todo ese tiempo. El mozo se mantenía en la barra, como petrificado, observando sin mirar.
Él deslizó una pequeña caja desde su abrigo. No era un regalo. Era de madera oscura, sin decoración, con una cerradura vieja. La colocó sobre la mesa. Ella no la tocó. Sus ojos descendieron hacia la caja, y luego volvieron a él.
Los dos se quedaron inmóviles por varios minutos. El tiempo pareció detenerse, atrapado en ese rincón sin testigos.
De pronto, él se incorporó, sin hacer ruido, y caminó hacia la salida. Ella lo siguió con la mirada, hasta que la puerta se cerró detrás de él con un susurro metálico.
Volvió a mirar la caja.
La abrió.
Dentro, descansaba un dedo.
No cualquier dedo. El anillo aún colgaba de él: oro blanco, una esmeralda pequeña en el centro. Ella lo tomó con delicadeza, como si fuera frágil, como si aún doliera. Lo acercó al rostro. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró.
Entonces lo guardó de nuevo, cerró la caja, la metió en su cartera, y se puso de pie.
El mozo la observaba, paralizado. Ella se acercó a él, abrió la cartera, y colocó algo sobre el mostrador: un sobre. Salió sin decir nada, sin mirar atrás.
El mozo, temblando, abrió el sobre. Dentro, solo había una foto. En ella, se veía a sí mismo… en la misma barra, pero con el cuello inclinado en un ángulo imposible, y sangre derramándose sobre la cafetera.
Detrás de él, en la imagen, la mujer sonreía. Y en sus manos, sostenía una caja de madera oscura.

