Narraciones al viento

Una biblioteca de cuentos cortos para leer en cualquier lado...
Miguel Ángel Fernández

Reservado



Por  M!     mayo 18, 2025    Labels: 


El reloj de pared marcaba las 22:47. En el restaurante casi vacío, el murmullo de la cafetera era lo único que sonaba, como un animal respirando en la penumbra.

El mozo acomodó los cubiertos por enésima vez y echó un vistazo al salón. Solo una pareja ocupaba una de las mesas del rincón, junto al ventanal empañado por la lluvia. El resto de las mesas estaban cubiertas con manteles oscuros, sillas apiladas o sillas solas, como espectadores de un ritual que aún no comenzaba.

Ella había llegado primero. Vestido gris perla, abrigo colgado prolijamente sobre el respaldo, una cartera de charol que no soltó ni un segundo. Pedía té, pero no lo bebía. Miraba la puerta. Fijamente. Como si no pudiera parpadear.

Él entró a las 22:33. Llevaba un impermeable beige y la cabeza le goteaba bajo la lámpara de entrada. Se sacó el sombrero, lo apoyó con cuidado en el perchero, y caminó directo hacia la mujer, sin mirar al mozo, ni al menú, ni al resto del mundo.

Se sentó frente a ella.

Ninguno dijo una palabra.

Ella cruzó las piernas lentamente. Él apoyó las manos sobre la mesa. Las uñas, bien cortadas, aunque una estaba rota y había sangre seca alrededor. Ella lo notó, pero no hizo gesto. Solo desvió la vista hacia el ventanal.

La lluvia había cesado.

Él la observó en silencio, ladeando apenas la cabeza. Ella sacó algo de la cartera: un pañuelo blanco, que dejó entre ellos como una ofrenda. El hombre lo miró. Se inclinó hacia adelante. Aspiró. Se irguió. Asintió.

Ella sonrió. Apenas.

Ningún otro cliente había entrado en todo ese tiempo. El mozo se mantenía en la barra, como petrificado, observando sin mirar.

Él deslizó una pequeña caja desde su abrigo. No era un regalo. Era de madera oscura, sin decoración, con una cerradura vieja. La colocó sobre la mesa. Ella no la tocó. Sus ojos descendieron hacia la caja, y luego volvieron a él.

Los dos se quedaron inmóviles por varios minutos. El tiempo pareció detenerse, atrapado en ese rincón sin testigos.

De pronto, él se incorporó, sin hacer ruido, y caminó hacia la salida. Ella lo siguió con la mirada, hasta que la puerta se cerró detrás de él con un susurro metálico.

Volvió a mirar la caja.

La abrió.

Dentro, descansaba un dedo.

No cualquier dedo. El anillo aún colgaba de él: oro blanco, una esmeralda pequeña en el centro. Ella lo tomó con delicadeza, como si fuera frágil, como si aún doliera. Lo acercó al rostro. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró.

Entonces lo guardó de nuevo, cerró la caja, la metió en su cartera, y se puso de pie.

El mozo la observaba, paralizado. Ella se acercó a él, abrió la cartera, y colocó algo sobre el mostrador: un sobre. Salió sin decir nada, sin mirar atrás.

El mozo, temblando, abrió el sobre. Dentro, solo había una foto. En ella, se veía a sí mismo… en la misma barra, pero con el cuello inclinado en un ángulo imposible, y sangre derramándose sobre la cafetera.

Detrás de él, en la imagen, la mujer sonreía. Y en sus manos, sostenía una caja de madera oscura.


Sobre M!

Escritor amateur, licenciado en recursos humanos, técnico electrónico y docente universitario, un ecléctico apasionado por la belleza de la humanidad.

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