Narraciones al viento

Una biblioteca de cuentos cortos para leer en cualquier lado...
Miguel Ángel Fernández

 



El salón del juicio celestial era un lugar que escapaba a toda lógica. En sus alturas flotaban planetas en miniatura, orbitando lentamente alrededor de una luz que no venía de ningún sol. Los ángeles, dioses menores y seres cósmicos observaban desde lo alto, sus alas y cuerpos entrelazados en un vaho de resplandor puro. Frente a un inmenso trono de piedra estelar, nuestro Dios se encontraba en pie, inmóvil, mientras un silencio reverente envolvía la sala.

Frente a Él, el juez del tribunal divino, una figura vasta y solemne, con ojos que contenían galaxias en formación, se alzaba con la autoridad de milenios. En su mano sostenía un cetro que parecía hecho de tiempo mismo, susurrante con las eras que habían pasado y las que aún no habían nacido.

—Dios —comenzó el juez con voz grave—, se te acusa de haber plagiado la creación de otro dios. Tu universo, tan aparentemente grandioso, no es completamente tuyo.

Un murmullo atravesó a los espectadores. Las miradas incrédulas se cruzaban entre los dioses menores, y los ángeles susurraban. La acusación resonaba con fuerza. ¿Plagio? La idea era impensable.

—Se dice que has robado los planos de un universo anterior —continuó el juez—. Las pruebas se han presentado, y son contundentes. Cualquier defensa que tengas, este es el momento para exponerla.

Dios permaneció en silencio. A su lado, apareció Eldenios, el dios menor al que casi nadie recordaba, pero cuya creación original estaba ahora en el centro del juicio.

—Este es mi universo —declaró Eldenios, con un gesto que hizo aparecer ante los presentes una pequeña esfera de luz. Dentro de ella se desplegaba su creación: planetas perfectamente alineados, estrellas que no morían nunca, y seres que vivían en armonía sin caos ni sufrimiento.

El silencio se profundizó, y lentamente se fue deslizando hacia la incomodidad. El universo de Eldenios era... perfecto. Pero perfecto en una forma que se sentía artificial, sin alma.

—Este es el universo del que se te acusa de haber tomado los fundamentos para crear el tuyo —dijo el juez, dirigiéndose a nuestro Dios—. ¿Cómo te declaras?

Dios miró la pequeña creación con calma y luego alzó la vista hacia el juez.

—No niego que hay elementos que tomé de otros —dijo con una serenidad inesperada—. Pero lo que importa no es de dónde provienen, sino lo que hice con ellos.

Eldenios lo interrumpió, alzando la voz con un tono acusador.

—Lo que hiciste fue llenarlo de errores, de caos. ¡Tu creación está plagada de imperfecciones! Los seres que habitan en tu universo mueren, sufren. Los planetas colapsan, las estrellas se apagan. Todo lo que hiciste fue corromper lo que alguna vez fue puro. Y ese planeta Tierra es lo peor de todo.

Los murmullos entre los asistentes se intensificaron. Era cierto. Los dioses menores, los ángeles, todos sabían que el universo creado por Dios estaba lleno de fallos inexplicables. Las catástrofes, las extinciones, los agujeros negros que devoraban todo a su paso. ¿Cómo podría defenderse de esa acusación?

—Sin embargo —continuó Dios, con una leve sonrisa en los labios—, mi universo... vive.

La sala quedó en silencio. El juez frunció el ceño.

—¿Vive? —preguntó el juez.

—Sí —respondió Dios—. El universo de Eldenios es perfecto, pero estático. Sin errores, sin cambio, sin desafío. En mi universo, las estrellas mueren y nuevas nacen. Los seres sufren, pero en ese sufrimiento encuentran propósito. Nada permanece igual porque la vida no puede surgir de la perfección. La creación real necesita el caos.

Eldenios se mostró molesto, pero su voz temblaba con incertidumbre.

—¿Eso es una excusa? ¿Llamas a la destrucción y al dolor "vida"?

—No es una excusa —dijo Dios, inclinando la cabeza—. Es una realidad. Un universo que no evoluciona está muerto. Y ahora, te hago una pregunta, Eldenios: ¿cuántos seres conscientes hay en tu universo?

La pregunta flotó en el aire, pesada. Eldenios pareció confundido.

—¿Conscientes?

Dios lo miró fijamente.

—Exacto. Conscientes. Seres que piensan, que eligen, que crean sus propias historias. Porque, hasta donde yo sé, tu creación es perfecta, pero vacía. Sin vida capaz de trascender las reglas que has impuesto.

El juicio se volvió un remolino de murmullos. Eldenios dudaba.

—No… no es necesario que haya seres conscientes. Mi creación está en equilibrio perfecto, no necesita seres que cambien ese orden.

Dios esbozó una sonrisa leve.

—Pero la vida necesita el desorden para crecer, Eldenios. Necesita el caos para encontrar nuevos caminos. Lo que llamas errores son el fundamento de la evolución, la chispa que enciende la conciencia. Mi universo no es perfecto, pero ha dado lugar a algo que el tuyo jamás podría: seres capaces de crear su propio destino.

El juez observaba con interés creciente. Eldenios parecía cada vez más arrinconado. Y entonces, justo cuando parecía que Dios ganaba la batalla, sucedió algo inesperado. El juez se puso de pie.

—Interesante teoría, Creador. Pero lamento decirte que no es suficiente. El plagio está demostrado. Has tomado elementos de otro dios para crear tu propio universo, y aunque hayas añadido tus propias modificaciones, el delito sigue siendo grave. Debemos decidir ahora el castigo.

Un murmullo recorrió la multitud. Algunos ya imaginaban las posibles condenas. Pero en ese instante, el juez levantó una mano y la sala volvió al silencio.

—¿Alguna propuesta? —consultó el juez.

Eldenios, con una sonrisa maliciosa en su rostro, levantó la mano. 

—Para compensar vuestro tiempo perdido, propongo un entretenimiento utilizando su universo—el dios menor hizo un gesto hacia el Creador. —. Enviemos a alguien al planeta de los humanos que Él tanto adora, y que durante un tiempo determinado ese alguien haga cosas divertidas, ridículas y confusas para ver como reaccionan y se comportan esas bestias.

El resto de la audiencia asentía a medida que avanzaba la explicación. Dios, inmutable, no dejó de mirarlo a los ojos. El juez habló, asintiendo como los demás.

—Nos agrada ese castigo. ¿Quién irá entonces?

—Como a mi también se me ha de compensar, elegiré yo—Eldenios hizo una pausa dramática, mientras todos observaban con expectativa. Luego, señaló a una de las esquinas del salón, donde se hallaba un ser diminuto en comparación con los dioses, vestido con una túnica humilde, con el rostro desgastado por el tiempo y las tareas que le habían encomendado: el encargado de la limpieza. Este levantó la cabeza al sentirse observado y saludó con una mano, sonriendo tontamente.

Hubo un murmullo inicial, seguido de un aplauso general. Era evidente que todos estaban entusiasmados con la idea.

Dios también sonrió. Sinceramente, tampoco le parecía algo tan malo. Incluso Él mismo podría divertirse. 

El juez pidió silencio y agregó:

—Muy bien, así será. Queda saber cuánto tiempo deberá ir. ¿Qué dices Eldenios?

—33 años es suficiente.

—Que así sea.—dijo el juez.

—Que así sea.—repitieron todos.



 

Capítulo 1: La ausencia

    Hay cosas que no se pueden describir, como el vacío que queda cuando alguien desaparece de tu vida. Mi madre murió cuando yo era tan chico que, si cierro los ojos, apenas la puedo recordar. Es curioso cómo el cerebro retiene lo mínimo indispensable para que duela lo justo. A veces me pregunto si sería más fácil haber olvidado todo. Pero no, quedaba algo. Su sonrisa quizás. O esa cadenita con un dije con forma de reloj, que tantas cosquillas me hacía cuando estaba en su regazo. No mucho más, pero siempre queda algo, aunque sea pequeño, como un eco distante que retumba en la cabeza.

    Después de que ella se fue, la soledad se convirtió en una constante. Mi padre, un hombre de ciencia, lidiaba con la vida como si fuera un problema matemático. Todo era explicable, todo tenía una fórmula, un porqué. Pero cuando se trataba de mí, nunca encontró la ecuación correcta. Él me enseñó todo lo que sabía, como si con conocimientos pudiera reemplazar lo que yo más necesitaba. Física, química, teorías sobre el universo... pero en el fondo, lo único que yo quería era entender el vacío. ¿Cómo se llenaba? Nadie me lo explicó nunca.

    Con el tiempo, fui creciendo entre fórmulas y ausencias. Los días pasaban entre libros y ecuaciones que yo trataba de resolver como si, al hacerlo, lograra también entender por qué la vida era así. Mi padre desapareció cuando yo tenía quince. Simplemente se fue, como si todo lo que me había enseñado hasta entonces fuera suficiente para que pudiera arreglármelas solo. Y de alguna manera, tenía razón. Aprendí a resolver problemas, a entender el mundo desde una perspectiva fría, lógica. Pero el frío también cala en los huesos, aunque tengas todas las respuestas.

    A veces me sentía un extraño incluso para mí mismo. Como si cada día que pasaba me volviera más una extensión de los experimentos de mi padre, y menos un ser humano. Los pocos recuerdos que tenía de mi madre se volvían más borrosos con cada año que pasaba, pero esa sensación, esa punzada en el pecho, nunca desapareció. Era como si su ausencia fuera la única cosa realmente constante en mi vida. Lo único que daba sentido a todo.

    Fue esa falta la que me empujó a intentarlo, a hacer lo que todos consideraban imposible: viajar en el tiempo. No lo hice porque creyera en cambiar el pasado o arreglar lo que ya estaba roto. Lo hice porque, de alguna manera, esa ausencia se había vuelto insostenible. No quería volver a verla para salvarla. Sé que, según los cálculos, el pasado no se puede cambiar. Solo quería sentir, aunque fuera por un instante, que había algo más allá de esa frialdad científica que me había envuelto en todo momento. Quería sentir amor aunque sea una vez.

    Pasé años encerrado en mi sótano, rodeado de cables, diagramas y ecuaciones. No me importaba lo que ocurría en el mundo exterior, ni las relaciones que no tenía, ni los amigos que nunca hice. Solo había una pregunta que importaba: si podía volver, aunque fuera por un segundo, a un tiempo en el que ella aún estuviera. No tenía muchas expectativas. El tiempo es algo que ni siquiera los más grandes científicos han logrado manipular. Pero yo lo intenté, porque no había otra cosa en la vida que me moviera. Era ella o nada.

    El día que la máquina estuvo lista, la habitación se sintió extrañamente quieta. Recuerdo que lo único que oía era el sonido de mi respiración. Todo lo demás se había desvanecido. Miré la consola, revisé cada uno de los cálculos por última vez. Solo coloqué un bolso de viaje con lo necesario para subsistir. El viaje estaba programado para un año cualquiera, uno donde ella todavía existía, y sonreí cuando recordé su cadenita con el dije con forma de reloj. Que curiosa coincidencia. 

    Y entonces, mis manos temblaron cuando apreté el último botón.

    En ese momento, supe que mi vida nunca había tenido otro propósito que ese. Todo lo que había aprendido, todo lo que me había enseñado mi padre, todos esos días interminables, estaban destinados a culminar en este instante. La máquina zumbó, el mundo se desdibujó, y el tiempo dejó de ser lo que era.


Capítulo 2: La búsqueda

    Viajar en el tiempo no es tan romántico como lo había imaginado. No fue llegar y ver, como pensaba, sino una sucesión de días agobiantes, llenos de incertidumbre. Apenas aterricé en ese tiempo que no era el mío, todo parecía igual… pero distinto. No sabía exactamente en qué año estaba. Sabía que ella estaba viva, y eso bastaba.

    Mi primera parada fue un pueblo pequeño, cuyo nombre vi en viejos documentos: Quevedo. Supe de su existencia gracias a unos papeles amarillentos que encontré entre las cosas de mi padre. El camino hacia Quevedo fue mucho más difícil de lo esperado. Aún con las ventajas tecnológicas que poseía en mi mente, los transportes de esa época no ayudaban mucho. Había caminos de tierra, arruinados, que apenas merecían el título de "carreteras". En mi mente, viajar en el tiempo había sido la parte difícil, pero la verdadera odisea fue recorrer esos caminos interminables.

    No había trenes directos, así que tuve que depender de la amabilidad de conductores que me llevaban por tramos. Subí en camiones de carga, carrozas desvencijadas, y hasta a pie recorrí largas distancias bajo el sol abrasador, siempre con la esperanza de que cada curva en el camino me acercara más a ella. Los días pasaban y el paisaje no cambiaba: campos vacíos, colinas verdes y el horizonte eterno. A veces me preguntaba si el pueblo realmente existía o si era solo una ilusión en mi mente. Pero no podía rendirme, no aún.

    El sol caía cada tarde sin ningún indicio de progreso. Me instalaba en pequeños hospedajes a la orilla de la carretera, sitios donde las camas crujían y el polvo se acumulaba en cada esquina. Las conversaciones con los lugareños eran breves. Nadie había oído hablar de Quevedo. Era como si el pueblo hubiera sido tragado por el tiempo.

    Finalmente, tras casi una semana de viaje, llegué a una encrucijada. Un viejo con un sombrero de paja, sentado en el borde del camino, me indicó con un gesto que siguiera recto. 


    —Quevedo está a unas horas— bostezó. Mis pies casi temblaron al oírlo. Apreté el paso con renovada energía. El polvo levantado por mis botas era lo único que acompañaba mi marcha.

    Cuando por fin llegué a Quevedo, fui recibido por un silencio extraño. Era un pueblo bastante pequeño. Casi que ni siquiera parecía un pueblo, más bien una acumulación de casas dispares, desperdigadas, como si no pertenecieran a un lugar en particular. Las calles eran de tierra, y solo unos pocos perros dormían al sol. No había el bullicio de un mercado ni la vitalidad de los niños jugando en la plaza. Si no fuera por el humo que salía de algunas chimeneas, habría jurado que estaba abandonado.

    Con mi mochila cargada y los pies polvorientos, me dirigí al primer hospedaje del pueblo, la casa de los Peralta, una familia que ofrecía alojamiento a viajeros como yo. Me recibieron con una hospitalidad inusual. El padre, un hombre robusto de manos curtidas, me permitió quedarme en una de sus habitaciones. 

    E inmediatamente me fui a la taberna, el único lugar que parecía tener un poco de vida. Me acerqué a la barra, pedí algo para beber y, tras algunas palabras triviales con el tabernero, comencé a preguntar por ella.

    —¿Conoces a alguien llamada Yoqui? —pregunté, casi en un susurro, con la esperanza de que ese nombre resonara en su memoria.

    El hombre, con una expresión de sorpresa en su rostro, negó con la cabeza. Intenté con algunos otros en la taberna, pero la respuesta fue siempre la misma: nadie conocía a una tal Yoqui. Frustrado, salí a las calles de Quevedo y repetí la misma pregunta en cada puerta, en cada rincón. Pero los días pasaron, y nadie me daba la respuesta que buscaba.

    Con el tiempo, comencé a perder la esperanza. El calor, la soledad, la falta de pistas… todo me abrumaba. Fue entonces cuando, mientras me preparaba para otro intento fallido en mi búsqueda, conocí a Ana, la hermana menor de los Peralta.

    Ana era todo lo contrario a lo que había imaginado encontrar en un pueblo como Quevedo. Tenía el cabello largo y oscuro, y unos ojos que parecían capaces de penetrar cualquier capa de tristeza o desánimo. Fue ella quien se ofreció para acompañarme con una sonrisa cálida, y desde ese instante algo en mí se movió. Al principio, no le di importancia. Tenía una misión, y nada debía distraerme. Su compañía iba a ser útil para mi, práctica. Nada más.

    Los días siguientes continué con mi búsqueda. Pregunté en la iglesia, en las casas más antiguas del pueblo, pero nada. Yoqui seguía siendo solo un nombre sin rostro. En las tardes, me encontraba volviendo a la casa de los Peralta sin respuestas, agotado y frustrado, pero Ana estaba allí, siempre dispuesta a escuchar mis historias, aunque no tuviera mucho que contarle.

    A medida que mi esperanza se apagaba, algo nuevo comenzaba a crecer. La búsqueda de mi madre se volvía una sombra, una rutina sin sentido, mientras los momentos con Ana se volvían el centro de mi día. Hablábamos cada vez más, de cosas pequeñas, del clima, del pueblo, de la vida que llevaba en Quevedo. Ella me contaba sobre sus sueños, sus deseos de ver más allá del horizonte. Y cada vez que la escuchaba, sentía que el vacío que llevaba dentro se hacía un poco más pequeño.

    Una tarde, mientras caminábamos por las afueras del pueblo, Ana me preguntó si había encontrado lo que estaba buscando. Me detuve, mirando al horizonte, pensando en la respuesta. ¿Lo había hecho? La respuesta más honesta era no. No había encontrado a mi madre, ni rastro de Yoqui en ese pueblo olvidado. Pero al mismo tiempo, algo en mí ya no sentía la urgencia de seguir buscando.

    Ana se había vuelto algo más que una simple compañía. Su risa, sus ojos, su forma de ser… todo en ella me hacía sentir que, quizás, lo que había estado buscando durante tanto tiempo no era a mi madre, sino algo que llenara el vacío que ella había dejado. Y, de algún modo, Ana lo estaba logrando.

    Los días continuaron, pero mi búsqueda no. Dejé de preguntar por Yoqui, porque me di cuenta de que ya no importaba. Ana y yo caminábamos juntos, reíamos, nos conocíamos cada vez más. Me estaba enamorando de ella, de su bondad, de su sencillez. Y en ese proceso, empecé a pensar que, tal vez, ya no necesitaba encontrar a mi madre para sentirme completo.

    Tal vez, había encontrado algo más. Algo que, por primera vez en mucho tiempo, me hacía sentir vivo.

    Y un día, le conté a Ana algunos detalles de mi búsqueda. No todo, porque me creería loco. Pero si sobre mi búsqueda de Yoqui en un pueblo llamado Quevedo.

    Edi, tú sabes que hay más de un pueblo llamado Quevedo, ¿verdad?— Ante mi cara de sorpresa, me miró profundamente. Luego, se preparó para hacerme una propuesta que no podría rechazar.

    —Hay otro pueblo más grande llamado Quevedo a menos de un día de viaje desde aquí. Vayamos juntos, y tomémoslo como una aventura.

    Ese fue el instante más feliz de mi vida hasta el momento.

    —¡Si!


Capítulo 3: El encuentro

    El sol ya estaba alto cuando dejamos atrás el pequeño Quevedo. Ana caminaba a mi lado, su paso ligero, casi despreocupado, mientras yo mantenía un ritmo más lento, absorto en mis pensamientos. No podía dejar de imaginar lo que me esperaba en el otro pueblo. ¿Y si mi madre estaba allí? ¿Y si, por fin, después de todo este tiempo, la encontrara? Y mejor aún, ¿cómo sería presentarle a Ana, la mujer que había llenado ese vacío que durante tantos años me había acompañado?

    El camino era tranquilo, bordeado por árboles y pequeños campos que se extendían hacia el horizonte. No era como el viaje que hice para llegar al primer Quevedo. Esta vez, cada paso se sentía más ligero, más esperanzador. Ana tarareaba una canción mientras el viento acariciaba suavemente nuestras caras, y yo no podía dejar de sonreír. Me sentía como si estuviera en el borde de algo maravilloso, un amor doble, tan cercano que casi podía tocarlo. Encontrar a mi madre y, al mismo tiempo, tener a Ana a mi lado... era casi demasiado para ser verdad.

    —¿Qué harás cuando la encuentres? —preguntó Ana, rompiendo el silencio.

    Miré hacia ella, sorprendido por la pregunta, pero con una sonrisa en los labios.

    —No lo sé —dije sinceramente—. No me lo he planteado. Supongo que le contaré todo... y te la presentaré. Me encantaría que ustedes dos se conocieran.

    Ana sonrió y asintió, aunque su mirada parecía estar en otro lugar. Continuamos caminando en silencio durante un buen rato, hasta que el sonido de un río cercano nos invitó a hacer una pausa.

    Nos sentamos junto a la orilla, bajo la sombra de un árbol, el sol ya empezando a teñir el cielo de tonos cálidos. Me sentí exhausto, pero de una manera agradable. El cansancio de un largo día bien vivido. Ana se recostó en la hierba, y sin pensarlo mucho, apoyé mi cabeza en su regazo. Su mano acarició mi cabello con suavidad, y por un momento, todo lo que me preocupaba dejó de existir.

    —¿Te molesta mi nombre? —preguntó de repente Ana, rompiendo el silencio.

    Abrí los ojos, algo desconcertado.

    —¿Tu nombre? No, ¿por qué lo haría?

    Ella rió, pero había algo en su risa que me hizo sentir un ligero escalofrío.

    —Siempre he odiado el nombre Ana. Es tan… simple, tan común. Si pudiera, me cambiaría el nombre.

    —¿Y qué nombre elegirías? —pregunté, más por curiosidad que por otra cosa.

    —Yoqui —respondió sin dudar—. Me gustaría llamarme Yoqui. Es un nombre con más personalidad, ¿no crees? Le pediré permiso cuando la encontremos, si no te molesta.

    No dije nada. No podía. Solo cerré los ojos, tratando de procesar lo que acababa de escuchar, y fue entonces cuando lo sentí. Algo frío rozó mi frente. Abrí los ojos y allí estaba, justo encima de mí, colgando de su cuello: una cadenita con un dije en forma de reloj. Hacía cosquillas en mi piel, exactamente como lo hacía en los pocos recuerdos que tenía de mi madre.

    Todo encajó de golpe. El peso de la revelación me dejó sin aire. ¿Cómo no lo vi antes? ¿Cómo no lo supe?

    —Edi… —su voz sonaba suave, como si no notara lo que acababa de suceder dentro de mí—, ¿Edi es tu nombre completo?

    Giré mi cabeza para mirarla. Su rostro era tan familiar ahora, tan dolorosamente familiar, pero no de la manera que había esperado. Ella me devolvió la mirada con esa ternura que había aprendido a amar en estos días.

    —No... —dije con un hilo de voz—. Me llamo Edipo.











             “El barco en el cual volvieron (desde Creta) Teseo y los jóvenes de Atenas tenía treinta remos, y los atenienses lo conservaron hasta la época de Demetrio de Falero, ya que retiraban las tablas estropeadas y las reemplazaban por unas nuevas y más resistentes, de modo que este barco se había convertido en un ejemplo entre los filósofos sobre la identidad de las cosas que crecen; un grupo defendía que el barco continuaba siendo el mismo, mientras el otro aseguraba que no lo era.”

-Plutarco, Teseo, 23.1


— ¿Hay alguien para atender? — dijo Santiago asomándose por el mostrador. La ferretería era grande, repleta de productos en exhibición. En el centro de la pared más grande colgaba lo que parecía ser un diploma universitario de médico clínico.


Un señor con muchas canas apareció por una escalera, justo detrás del mostrador.


— ¡Santi querido! ¿Otra vez por acá? — dijo acomodándose unos anteojos sin cristales sobre la nariz. 


— Hola Don Ricardo, ¿cómo le va? Sí, vengo a pedirle un repuesto. — El joven se interrumpió por cortesía, pero continuó cuando el viejo le hizo un ademán para que lo hiciera. — Necesito un… un…— Santiago lo miró implorando ayuda con la palabra que, evidentemente, le faltaba.


— A ver Santi, te conozco desde hace más de 60 años. Si querés podés decir esa palabra que todos los ferreteros odiamos.— El joven sonrió.


— Gracias Don Ricardo. Verá, lo que necesito es el coso. El coso de acá.— Santiago le señaló con el índice izquierdo su propia mano derecha. más precisamente la base del dedo meñique, notablemente más amarillenta que el resto de la mano. 

Don Ricardo lo miró con profundidad, intentando hacer memoria. Sacó una tablet de debajo del mostrador y comenzó a manipularla mientras repetía “Santiago… Santiago…”. Tras un momento que pareció eterno, miró al joven negando con la cabeza.


— Qué sucede Don Ricardo, ¿no hay coso?.— preguntó bromeando Santiago.


— El coso que estás necesitando es una falange proximal de tu meñique. Y de hecho, tengo muchas y de gran variedad. El tema es otro Santi.— El señor se sacó los anteojos para explicarle mejor. — Llevo cuenta de todos los repuestos que has pedido y son casi la totalidad de tu cuerpo: las piernas, los pies, el torso, la cabeza, todos los has solicitado, y algunas partes más de una vez. —


— ¿Pero no son para eso las ferreterías? Venden partes de cuerpos biomecánicas para poder reemplazarlas en caso de necesitar. Con eso podemos vivir más que lo que vivían antes. Si es por el dinero no se preocupe que… — Don Ricardo lo interrumpió con un gesto de la mano.


— Santi, la única parte de tu cuerpo original es la falange proximal del dedo meñique de tu mano derecha. ¿Entendés lo que significa reemplazarla?— El joven quedó mudo. Era obvio que no lo sabía. 


Con lujo de detalles, el ferretero biomecánico (con su matrícula médica correspondiente) le explicó la paradoja de Teseo, que antiguamente era discutida filosóficamente, pero que actualmente ya se había contrastado de forma científica arrojando como resultado que al cambiar la última parte original, dejaba de ser el mismo objeto original. Y era por eso que ese cambio de la falange por un repuesto implicaría dejar de ser Santiago. Básicamente solo sería un ser biomecánico sin alma. Y para agravar la situación, por otro lado, si esa falange original terminaba de pudrirse también dejaría de ser él mismo.

Luego, se limitó a esperar su decisión en silencio.


Santi, inexpresivo, recorrió varias fases mentales. La primera fue el horror de saber que su vida tenía fecha de vencimiento muy cercana. La segunda, fue el intento de buscar otras opciones. La tercera fue la aceptación. En ese instante, entre lágrimas, se enfureció. Descargó su ira contra el mostrador con un fuerte golpe a puño cerrado que hizo retumbar el local. Inmediatamente se desplomó en el piso, con los ojos abiertos mirando perdidamente el techo del local.


— ¡Santi! — Don Ricardo se acercó al cuerpo y comprobó que ese dedo podrido había sucumbido ante el golpe en el mostrador, aplastándose y separándose de la mano. 


Santiago ya no estaba allí.


El hombre suspiró tristemente y se agachó junto al cuerpo.


— Un cliente menos.— Se levantó y fue a buscar una carretilla. — ¡Pero muchos repuestos más!—

Y sonrió.






    
“Señor Juez, señoras y señores del jurado, estoy aquí para presentar mi defensa. Sé que no es común que un acusado hable en su propio juicio, pero es esencial que entiendan mis razones, mis motivos, y el contexto de los hechos.


    Era una tarde como cualquier otra en la rutina de la ciudad. Las calles estaban atestadas, el tráfico lento y el colectivo, como siempre, repleto. En una de las paradas, subió una señora de avanzada edad. Caminaba con dificultad y en su rostro se leía el cansancio de los años. Apenas avanzó unos pasos en el pasillo, me miró con esa expresión que solo las abuelitas tienen: una mezcla de resignación y esperanza.


    Yo, desde lejos, observé que no había asientos disponibles. La gente estaba sumida en sus propios pensamientos, absorta en sus teléfonos o en las conversaciones triviales. Nadie se percató de la presencia de la señora, o peor aún, nadie quiso percatarse y cederle su asiento.


    Fue entonces cuando tomé una decisión que, en retrospectiva, puede parecer imprudente, pero que en ese momento me pareció la única correcta. Me levanté y caminé hasta la señora, mirando cada tanto que nadie se sentara allí mientras iba a buscarla. Con una sonrisa, le ofrecí mi asiento y ella, sorprendida pero agradecida, se sentó con un poco de dificultad.


    Algunos pasajeros murmuraban, hay quienes juzgan maliciosamente. No me importó, sólo me aseguré de que la señora estuviera cómoda y me quedé de pie, manteniendo el equilibrio con el vaivén del colectivo.


    Se preguntarán por qué lo hice, siendo que en realidad los primeros asientos son los que deben ser ofrecidos a las personas que los necesitan. Era cuestión de levantar la voz  e intentar despertar a los dormidos, o incluso pedir apoyo a alguno que esté parado para obligar amablemente a que alguien le ceda el asiento. Pues bien, lo hice porque en ese momento me di cuenta de algo fundamental: soy un ser humano, y de los buenos. Y como tal, no podía ignorar la necesidad evidente de esa señora.


    Sí, admito no haber cumplido las normas. Pero también creo firmemente que ellas no deben ser rígidas al punto de impedirnos actuar con humanidad.


    Así que aquí estoy, no pidiendo su absolución, sino su comprensión. Porque a veces, las reglas deben ceder ante la compasión y la empatía. Y si eso me hace culpable, entonces acepto mi culpa con la conciencia tranquila, sabiendo que hice lo correcto, a pesar de lo lamentable que es el choque de un vehículo tan grande. Y si el castigo es sacarme el carnet de conductor de colectivo, lo acepto con toda honra. Que iba a saber yo que la vieja manejaba tan mal...

 


Gracias.”






            Era un martes como cualquier otro. Caminaba despacio hacia la panadería, a comprar un cuarto de kilo de pan. Estaba soleado, aunque un poco fresco. Yo iba en alpargatas, pantalones cortos y musculosa, bastante informal. Si hubiera sabido que me iban a secuestrar, me hubiera vestido un poco mejor… 


Un auto negro me interceptó y, en cuestión de segundos, ya estaba encapuchado y en el asiento de atrás. Les fue bastante fácil agarrarme, me había quedado paralizado. No soy un hombre violento, a pesar de que mi generosa estatura y cuerpo fornido haga parecer lo contrario. 


El hombre que estaba a mi lado me sacó la capucha con suavidad, pero no dijo nada. Al conductor no lo pude ver, el asiento lo tapaba. El acompañante se dio vuelta hacia atrás y me dijo que no me preocupara, porque no me iban a hacer nada. Agregó que solo era un protocolo para evitar ser encontrados, y que disculpe el susto. 


Tomó un trago de una botella metálica y volvió a hablarme: 


—Alma Mater 3 va a hacerte una propuesta. 


No dijo nada más y entendí, por alguna razón, que no tenía que preguntar nada. Solo guardé silencio y miré el paisaje. Llegamos a un edificio alejado de la ciudad. Era imponente, lo que me hizo suponer que se trataba de gente poderosa y con mucho dinero. 


Estacionaron. El acompañante me abrió la puerta con cortesía y me hizo un ademán para que lo siguiera. Obedecí. Caminamos unos metros hacia la puerta y me dijo: 


—Te informo que Alma Mater 3 es alguien de gran tamaño, y no le gusta que se rían de ella. Por favor, mantén la seriedad. — Caminó unos pasos y se detuvo. Volteó para decirme algo más. — ¡Ah! Ella lee la mente. — Y siguió caminando sin darle mayor importancia a mi cara incrédula. 


Sinceramente, pensé que se estaba burlando de mí. 


Entramos y me llevó hacia la habitación especial. Había muchos guardias en la puerta que, luego comprendí, en realidad no los necesitaba. Abrió la puerta y me hizo entrar solo. Di unos pasos y, delante de mí, sentada en un sillón estaba ella. Realmente era gigante. Le calculé 3 metros de altura aproximadamente. Estaba tan asombrado que no me di cuenta que mi boca estaba abierta de manera bastante exagerada. 


Ella me miró y me dijo con una voz grave, pero curiosamente muy atractiva: 


—No me gusta que se rían de mi estatura, sé que te lo dijo Compañero 2. 


Yo cerré la boca automáticamente y pensé “esto es un chiste…”.


—No, no es un chiste. Sé que te informó que puedo leer mentes también. — Dijo, mientras con un movimiento de manos me invitó a acercarme. 

Obedecí.  


—Soy Alma Mater 3, y lo que te voy a contar es algo secreto. Por lo que veo, va a ser muy sorprendente para vos. Tomate tu tiempo de pensarlo, asimilarlo, y preguntarme lo que quieras. 


A pesar de su tamaño colosal, era una mujer de proporciones normales. Caderas anchas, busto mediano, cabello negro y tez blanca. Su mirada, en cambio, era especialmente hermosa. Sus ojos grises tenían un no sé qué mágico y tranquilizador. Le sonreí, de hecho, y le dije “Te escucho…”. 


—Primero, quiero que sepas que nosotros, los humanos, no funcionamos como vos creés. Somos superorganismos, tal como las hormigas y sus colonias. Hay humanos obreros, humanos soldados y, por supuesto, humanas reinas. Yo soy una humana reina. — Dijo, haciendo un gesto de presentación. 


—Un gusto. — Dije con ironía, pues no creía nada de lo que decía. Ella sonrió, interpretando mi sarcasmo. Su sonrisa era perfecta. 


—Entiendo que no lo creas, puesto que por nuestra protección los programamos para que no lo sepan. Pero así es, están todos conectados a una reina humana. A una Alma Mater. Los trabajos, la rutina, la división de la producción, los países, el capitalismo, el dinero… es todo invento nuestro, que nos facilita que hagan lo que la colonia necesita sin preguntarse si están esclavizados, y sin que surjan tantos deseos de revelación. La revelación es mala para la colonia y para la subsistencia de los humanos. La paz es progreso. Y las Almas Mater somos las encargadas de que haya paz. Excepto… 


Miró para abajo, como recordando tristemente una época pasada. 


—Antes, éramos muchas Almas Mater, y muchas colonias que vivían en armonía. Con el paso de los años, solo quedamos dos. Alma Mater 7 y yo. Tuvimos nuestras diferencias, y eso se plasmó en lo que ustedes conocen como guerras mundiales. Las cuales ambas ganó ella. Desde ese entonces estoy intentando recuperarme para vengarme. Ella aún cree que me destruyó por completo, pero ya ves… 


Se rio con fuerza, y tanta que me asustó. Se dio cuenta y me dijo: 


—No te asustes, sé que a veces soy un poco histriónica… 


Aprecié su preocupación y pensé en preguntarle por qué me explicaba todo eso, y por qué estaba ahí. Como era de esperar, leyó mi pensamiento. 


—Estás acá porque te estuve analizando durante mucho tiempo, y sos la persona ideal para ser mi Compañero 1. Sos fuerte y vigoroso, amable y altruista, y químicamente perfecto, tus feromonas me atraen en demasía. 


Me miró con deseo y agregó: 


—Toda Alma Mater tiene 2 compañeros, uno la protege, ya conociste a Compañero 2, y el otro la embaraza. Nosotras, cuando estamos embarazadas, crecemos en poder un 500%. Por eso es muy importante tener un Compañero 1 con las cualidades como las que tenés. Serías muy importante para mí.  


Me sentí halagado. De hecho, nunca me sentí más halagado que en ese momento. Y sentía muy dentro mío que era una oportunidad única de ser importante y cambiar la historia. Lo que siempre quise. Y ella lo supo. 


—Acercate… — me ordenó con dulzura. 


Obedecí. Caminé hacia ella, lentamente, mientras sentía como mi respiración se aceleraba. Era el día más importante de mi vida y estaba a punto de cumplir con mi destino. Al llegar a su lado, me abrazó. Era inmensa y fuerte. Pero estaba tan confiada y desprotegida, que no vio la cuchilla en mi manga y tampoco percibió cuando la saqué despacio. Solo entendió todo cuando era demasiado tarde, cuando la hoja estaba atravesada al costado del corazón, en una herida mortal. Y le dije al oído: 


—Yo también estoy sorprendido... de los ocho mil millones de humanos, justo me elegiste a mí, el Compañero 1 de Alma Mater 7.