La puerta se entreabre con un susurro de madera cansada. Afuera, la niebla danza lenta, acaricia el umbral como un huésped indeciso. La noche calla. Todo calla.
Ella duda un instante, los ojos clavados en la nada líquida de la oscuridad. Luego, con un leve temblor en los dedos, cierra. La llave gira con un eco sordo.
Silencio.
Adentro, la penumbra respira con ella. Camina despacio, evitando los rincones, las sombras demasiado gruesas. Junto a la ventana, su reflejo es solo un espectro de sí misma. Pero detrás… algo más.
El teléfono parpadea en la mesa, rompe la calma con su vibración ansiosa. Un mensaje: “Sal de ahí. Ahora.”
El aire se espesa. En el cristal, la sombra tras ella parece erguirse, deformarse, acercarse.
Un roce helado en su nuca.
El teléfono escapa de sus manos. En la pantalla titilante, una llamada entrante. Su propio nombre.
El zumbido del aparato se apaga.
Silencio.
La casa lo traga todo. Como si nunca hubiera habido nadie allí. Y de repente, la puerta se entreabre con un susurro de madera cansada...
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