Narraciones al viento

Una biblioteca de cuentos cortos para leer en cualquier lado...
Miguel Ángel Fernández

Anécdotas del ficus: La dimensión flotante y el tema del oro.



Por  M!     febrero 14, 2025    Labels: 




    Estimados, lo que les voy a contar puede sonar un poco loco, pero descubrí un portal hacia otro mundo.

 

    No fue un experimento científico, ni un hechizo, ni una conspiración cósmica. Fue una maceta.

 

    O, mejor dicho, fue mi pie, que se enganchó con la maceta del ficus en el patio. Podría decirse, incluso, que fue mi torpeza habitual la que hizo que mi pie se enganchara con la maceta del ficus.

 

    Cuando levanté la vista, noté que no estaba en mi patio. Y un poco me cagué en las patas.

 

    Después de un gritito nada digno de macho alfa, analicé la situación. No era un universo de lava ni una ciudad alienígena. Había calles, kioscos, autos estacionados, árboles… como una ciudad normal.

 

    Casi me convencí de que no había pasado nada. Que quizás había sufrido un ictus, un lapsus, o algo con “sus” en el que simplemente perdí noción del tiempo.

 

    Nada raro.

 

    Hasta que vi a la gente.

 

    La primera persona que vi estaba flotando a unos centímetros del suelo. No saltando. Flotando.

 

    El segundo era un señor apurado que se movía en el aire como si caminara, pero sin tocar el piso.

 

    El tercero estaba esperando en una parada de colectivo (que sí estaba firme en el suelo), pero él flotaba como un globo atado a un poste.

 

    Todas las personas flotaban.

 

    Excepto yo.

 

    Me miré los pies. Bien apoyados en el piso. Salté un poco. Cero efecto. Me agaché y toqué el suelo con la mano. Era un suelo como cualquier otro. Pero solo yo lo podía pisar.

 

    Y eso, evidentemente, me convirtió en el bicho más raro de la ciudad.

 

    —¡Miren, un pegado! —gritó un nene.

 

    La gente empezó a amontonarse (en el aire). Me rodearon flotando a distintas alturas. Una señora descendió empujándose con los brazos, como si nadara, y me miró con la boca abierta.

 

    —¡Pero qué cosa más extraña! —dijo—. ¿Cómo hacés para no elevarte?

 

    Me encogí de hombros. Para mí, la pregunta era al revés.

 

    —No sé… ¿cómo hacen ustedes para flotar?

 

    La multitud murmuró como si hubiera dicho una blasfemia. Me miraban con curiosidad, como si fuera un fósil caminante.

 

    Un nene descendió hasta mi altura, agarró mis orejas y tiró hacia arriba.

 

    —¡Está duro! —dijo—. ¡No se despega!

 

    Con el revuelo, enseguida empezaron a pedirme favores.

 

    Resulta que, en este mundo, las personas flotaban, pero el resto de las cosas seguía en el suelo. Eso significaba que, si alguien dejaba caer un billete, una moneda o el celular, chau. Se quedaba ahí para siempre.

 

    A menos que apareciera alguien como yo.

 

    Un héroe nato.

 

    —Señor Pegado, ¿me alcanza la billetera? Se me cayó cuando me ajusté el cinturón y ahora no puedo agarrarla.

 

    Por supuesto que se la alcancé sin mayor esfuerzo. El hombre me agradeció y me extendió una piedrita.

 

    La tomé y, en seguida, me di cuenta de que era un lingotito de oro. De oro de verdad.

 

    Antes de poder decir nada, me llamaron nuevamente.

 

    —¡Eh, amigo, se me fue la gorra con el viento! ¿Podrías traerla?

 

    Obviamente lo ayudé, y también me pagó con oro.

 

    —¡Maestro del Piso, perdí el anillo de bodas y mi esposa me mata!

 

    Este último me pagó con más oro aún. Diez lingotitos. O tenía mucho, o le temía demasiado a su esposa.

 

    Y yo, que siempre fui más bien normalucho en mi mundo, de repente era el tipo más útil del lugar.

 

    Me gustaba bastante. Era un gran mimo al ego. Y encima me pagaban.

 

    Un tipo me ofreció cinco lingotes para ayudarlo a destrabarse del techo de su casa, donde había quedado atado sin querer mientras dormía la siesta.

 

    A los veinte minutos, ya tenía los bolsillos llenos.

 

    Me sentí un empresario del siglo XXI.

 

    Hacía cosas básicas y me pagaban con oro. Ya me veía volviendo a casa como un rey, llenando la heladera de chocolates caros y comprando esa cafetera inútil que nunca quise.

 

    Finalmente, volví por donde llegué.

 

    Cuando salí del portal, me miré las manos y los bolsillos… y toda la fortuna había desaparecido.

 

    Toda mi riqueza, todo mi esfuerzo… a la basura.

 

    Bueno, "esfuerzo".

 

    Me quedé parado en el patio con cara de tonto. Miré la maceta del ficus, que seguía en el mismo lugar. Pensé en patearla, pero, con mi suerte, seguro me tropezaba de nuevo y terminaba en otro lío.

 

    Igualmente, me sentía satisfecho por haber ayudado tanto.

 

    Esa noche, en la cena, se los conté a los chicos.

 

    —Así que aprendí algo importante —dije, sirviéndome más puré—. A veces, lo que a uno le cuesta mucho, a otros les resulta sencillo. La sensación de ayudar al otro es mejor que cualquier pago.

 

    Iker frunció el ceño.

 

    —¿Como cuando regalé mi bici a los chicos del hogar?

 

    —Exacto —dije—. O como cuando nos ayudaron a nosotros a comprar nuestra casita.

 

    Julen me miró muy serio, con un bocado de milanesa en la boca. Después dijo:

 

    —Papá…

 

    —¿Sí?

 

    —Yo quiero flotar.

 

    Se hizo un silencio y después los dos se largaron a reír.

 

    —Bueno —dije—, la próxima los llevo y probamos. Pero si pierden algo, les cobro en oro, ¿eh?

 

    Y así seguimos cenando.

 

    Al final, me fui a dormir pensando que, aunque no me había traído un tesoro, al menos tenía una buena historia para contar.

 

    Y eso, en el fondo, vale más que cualquier lingote.


Sobre M!

Escritor amateur, licenciado en recursos humanos, técnico electrónico y docente universitario, un ecléctico apasionado por la belleza de la humanidad.

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