Estimados, lo que les voy a contar puede sonar un poco loco,
pero descubrí un portal hacia otro mundo.
No fue un experimento científico, ni un hechizo, ni una
conspiración cósmica. Fue una maceta.
O, mejor dicho, fue mi pie, que se enganchó con la maceta
del ficus en el patio. Podría decirse, incluso, que fue mi torpeza habitual la
que hizo que mi pie se enganchara con la maceta del ficus.
Cuando levanté la vista, noté que no estaba en mi patio. Y
un poco me cagué en las patas.
Después de un gritito nada digno de macho alfa, analicé la
situación. No era un universo de lava ni una ciudad alienígena. Había calles,
kioscos, autos estacionados, árboles… como una ciudad normal.
Casi me convencí de que no había pasado nada. Que quizás
había sufrido un ictus, un lapsus, o algo con “sus” en el que simplemente perdí
noción del tiempo.
Nada raro.
Hasta que vi a la gente.
La primera persona que vi estaba flotando a unos centímetros
del suelo. No saltando. Flotando.
El segundo era un señor apurado que se movía en el aire como
si caminara, pero sin tocar el piso.
El tercero estaba esperando en una parada de colectivo (que
sí estaba firme en el suelo), pero él flotaba como un globo atado a un poste.
Todas las personas flotaban.
Excepto yo.
Me miré los pies. Bien apoyados en el piso. Salté un poco.
Cero efecto. Me agaché y toqué el suelo con la mano. Era un suelo como
cualquier otro. Pero solo yo lo podía pisar.
Y eso, evidentemente, me convirtió en el bicho más raro de
la ciudad.
—¡Miren, un pegado! —gritó un nene.
La gente empezó a amontonarse (en el aire). Me rodearon
flotando a distintas alturas. Una señora descendió empujándose con los brazos,
como si nadara, y me miró con la boca abierta.
—¡Pero qué cosa más extraña! —dijo—. ¿Cómo hacés para no
elevarte?
Me encogí de hombros. Para mí, la pregunta era al revés.
—No sé… ¿cómo hacen ustedes para flotar?
La multitud murmuró como si hubiera dicho una blasfemia. Me
miraban con curiosidad, como si fuera un fósil caminante.
Un nene descendió hasta mi altura, agarró mis orejas y tiró
hacia arriba.
—¡Está duro! —dijo—. ¡No se despega!
Con el revuelo, enseguida empezaron a pedirme favores.
Resulta que, en este mundo, las personas flotaban, pero el
resto de las cosas seguía en el suelo. Eso significaba que, si alguien dejaba
caer un billete, una moneda o el celular, chau. Se quedaba ahí para siempre.
A menos que apareciera alguien como yo.
Un héroe nato.
—Señor Pegado, ¿me alcanza la billetera? Se me cayó cuando
me ajusté el cinturón y ahora no puedo agarrarla.
Por supuesto que se la alcancé sin mayor esfuerzo. El hombre
me agradeció y me extendió una piedrita.
La tomé y, en seguida, me di cuenta de que era un lingotito
de oro. De oro de verdad.
Antes de poder decir nada, me llamaron nuevamente.
—¡Eh, amigo, se me fue la gorra con el viento! ¿Podrías
traerla?
Obviamente lo ayudé, y también me pagó con oro.
—¡Maestro del Piso, perdí el anillo de bodas y mi esposa me
mata!
Este último me pagó con más oro aún. Diez lingotitos. O
tenía mucho, o le temía demasiado a su esposa.
Y yo, que siempre fui más bien normalucho en mi mundo, de
repente era el tipo más útil del lugar.
Me gustaba bastante. Era un gran mimo al ego. Y encima me
pagaban.
Un tipo me ofreció cinco lingotes para ayudarlo a
destrabarse del techo de su casa, donde había quedado atado sin querer mientras
dormía la siesta.
A los veinte minutos, ya tenía los bolsillos llenos.
Me sentí un empresario del siglo XXI.
Hacía cosas básicas y me pagaban con oro. Ya me veía
volviendo a casa como un rey, llenando la heladera de chocolates caros y
comprando esa cafetera inútil que nunca quise.
Finalmente, volví por donde llegué.
Cuando salí del portal, me miré las manos y los bolsillos… y
toda la fortuna había desaparecido.
Toda mi riqueza, todo mi esfuerzo… a la basura.
Bueno, "esfuerzo".
Me quedé parado en el patio con cara de tonto. Miré la
maceta del ficus, que seguía en el mismo lugar. Pensé en patearla, pero, con mi
suerte, seguro me tropezaba de nuevo y terminaba en otro lío.
Igualmente, me sentía satisfecho por haber ayudado tanto.
Esa noche, en la cena, se los conté a los chicos.
—Así que aprendí algo importante —dije, sirviéndome más
puré—. A veces, lo que a uno le cuesta mucho, a otros les resulta sencillo. La
sensación de ayudar al otro es mejor que cualquier pago.
Iker frunció el ceño.
—¿Como cuando regalé mi bici a los chicos del hogar?
—Exacto —dije—. O como cuando nos ayudaron a nosotros a
comprar nuestra casita.
Julen me miró muy serio, con un bocado de milanesa en la
boca. Después dijo:
—Papá…
—¿Sí?
—Yo quiero flotar.
Se hizo un silencio y después los dos se largaron a reír.
—Bueno —dije—, la próxima los llevo y probamos. Pero si
pierden algo, les cobro en oro, ¿eh?
Y así seguimos cenando.
Al final, me fui a dormir pensando que, aunque no me había
traído un tesoro, al menos tenía una buena historia para contar.
Y eso, en el fondo, vale más que cualquier lingote.
No hay comentarios:
Publicar un comentario