Narraciones al viento

Una biblioteca de cuentos cortos para leer en cualquier lado...
Miguel Ángel Fernández

Así de terrible es el infierno.



Por  M!     marzo 29, 2025    Labels: 



            A Tadeo le gustaba madrugar. Le gustaba el olor a tierra mojada, el ritual de regar las plantas, y ese silencio suave que hay cuando el mundo todavía no arranca. Aquella mañana de marzo, mientras rociaba su macetita de burrito, sintió un pinchazo en la pierna. Aplastó el bicho con un manotazo automático, sin mirar siquiera. Era uno de esos que tenía patitas con rayas blancas y negras.

—Mierda —exclamó con su delicadeza característica.

Después, el mareo. La fiebre. Las manchas. Y la oscuridad.


Despertó de golpe, sentado frente a un escritorio de mármol blanco, como esos de escribanía antigua. Detrás, un señor con barba majestuosa y túnica que olía a incienso lo observaba sin sorpresa, como si Tadeo fuera el cliente número diez mil de ese día.

—Nombre —dijo el hombre, hojeando lo que parecía una tablet hecha de luz.

—¿Qué es esto? —preguntó Tadeo, aún atontado—. ¿Dónde estoy?

—Nombre —repitió el otro, sin levantar la vista.

—Tadeo Soria.

—Correcto. Muerte por dengue. Hora: 6:38 AM. Bien, usted va al infierno.

Tadeo lo miró, boquiabierto.

—¿¡Cómo que al infierno!? ¡Yo soy buena persona! ¡Nunca hice daño a nadie!

—¿Está seguro? —levantó una ceja el barbudo, que ahora parecía disfrutar la conversación.

—¡Totalmente! ¡Jamás maté, ni robé, ni...!

—Mosquitos.

—¿Eh?

—Mató mosquitos. Muchos. Con la palma, con el matamoscas, con veneno, con espiral. Hasta con un calzoncillo contra la pared una vez. Treinta y ocho mil cuatrocientos quince en total. Incluyendo otros insectos y una lagartija, por cierto.

Tadeo no atinó a responder. Tragó saliva. El portón blanco se abrió solo, sin estruendo. Y una ráfaga caliente y pesada lo empujó hacia adentro, como un suspiro del mismísimo demonio.


El infierno no era fuego ni lava. Era otra cosa. Una llanura interminable, rojiza y agrietada, con árboles secos que parecían dedos saliendo del suelo. Un cielo que nunca cambiaba: gris, como el de una tormenta que no se anima. Algunas personas a las que no querría acercarse, y animales por todos lados.

Había rinocerontes con cara de pocos amigos. Tigres que bostezaban como si hubieran asesinado por aburrimiento. Una jauría de lobos se reía a carcajadas de algo que sólo ellos entendían. Hasta un cocodrilo que se intentaba rascar al pie de una roca.

Tadeo se sentó sobre un tronco partido y lloró. No por el castigo, sino por la sensación absurda de haber terminado ahí por culpa de un mosquito. Ni siquiera había escuchado el zumbido. Qué miserable forma de morir.

Pero después, se secó la cara con el antebrazo. Miró el horizonte reseco. Apretó los dientes.

—Voy a encontrar a ese hijo de puta.

Porque si estaba muerto, y en el infierno, y condenado por haber matado bichos, al menos quería justicia. No celestial, sino suya. Venganza, le dicen algunos.

Armó un campamento con ramas torcidas, se fabricó una red con tela de araña (una bastante amable que se ofreció a ayudar) y empezó su cruzada. Les preguntó a todos los animales que pudo, husmeó en cada rincón de esa eternidad polvorienta y revisó cada zumbido con obsesión.

—Lo tengo grabado en la memoria —le decía a cualquiera que escuchara—. Chiquito, marrón, con rayitas blancas en las patas. Me picó en la pierna y me mandó para acá.

Pasaron meses. O lo que él creyó que eran meses. En el infierno no hay tiempo, solo espera. Conoció un oso con pasado oscuro, un cóndor arrepentido, una avispa con problemas de ira. Hizo migas con una tortuga caníbal que le compartía historias de cuando vivía en Galápagos. Pero ni rastro del mosquito.

Una noche —o tarde, qué más da— se sentó al lado de una cabra peluda que miraba el cielo gris como si esperara que algo cayera.

—No hay mosquitos acá —dijo la cabra, sin que él preguntara.

Tadeo giró la cabeza lentamente.

—¿Cómo sabés?

—Nunca vi uno. Y estoy desde el diluvio.

—¿Y entonces dónde estarán?

La cabra mascó su silencio unos segundos, y luego soltó:

—En el cielo, obviameeeente.

Tadeo abrió la boca, pero no salió sonido.

—No matan —continuó la cabra—. Solo transmiten. No tienen intención. Son mensajeros, nada más. Como el viento. Como el tiempo.

Tadeo bajó la mirada. Sintió un nudo en el pecho, ese que aparece cuando uno se entera demasiado tarde de algo importante. Recordó cada aplauso triunfal, cada insecto estrellado contra la pared del baño, cada muerte pequeña e invisible que había considerado un triunfo.

Y entendió.

El mosquito no estaba ahí. Nunca iba a estarlo. Porque él no mató a nadie. Pero Tadeo sí.

Y así, mientras los mosquitos flotaban en paz entre nubes esponjosas, él caminaba por el infierno con su red de tela de araña al hombro, buscando a alguien que no iba a encontrar.

Así de terrible es el infierno.


Sobre M!

Escritor amateur, licenciado en recursos humanos, técnico electrónico y docente universitario, un ecléctico apasionado por la belleza de la humanidad.

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