Narraciones al viento

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Miguel Ángel Fernández

El cadáver



Por  M!     mayo 10, 2024    Labels: 

  




El hedor a carne en estado de descomposición se estaba impregnando en las paredes húmedas de ese sótano. 



A pesar de eso, el lugar parecía limpio y ordenado. Solo destacaban una bolsa negra que, desde su interior, asomaba un brazo humano, y un hombre, quien había arrastrado el cuerpo desde un cementerio cercano. Tenía un delantal blanco y gafas. Ambos asombrosamente limpios. Debajo, la ropa estaba embarrada. Estaba descalzo, sus zapatos estaban tapados de barro en la puerta de entrada.Trabajaba en una mesa llena de tubos de ensayo, papeles con ecuaciones y una especie de computadora avanzada. 



En ningún momento miró la bolsa con el cadáver.



Las agujas pequeñas del reloj de pared ya habían dado casi una vuelta entera desde que el hombre había entrado al sótano. De repente se sacó los lentes, se secó las lágrimas que le caían en su arrugada piel y caminó hacia la escalera. 



Subió a la planta baja y entró a un despacho. 



Un escritorio enorme era el claro protagonista de esa habitación. Era de una madera impecable, brillante y con detalles en oro. Ninguno de los cuadros de honor y de premios importantes interrumpía ese protagonismo. Justo detrás de la silla grande del escritorio, se encontraba uno con un marco dorado que rezaba “Premio Nobel de Química”. El hombre no los miró. Solo alzó un cuadro pequeño que estaba en el escritorio, era una fotografía de un hombre y una mujer abrazados. El hombre era parecido a él, solo que un poco más joven. Suspiró hondo y se lo guardó en el bolsillo del delantal. Luego sacó algo de uno de los cajones y volvió al sótano a paso rápido.



Otra vuelta más al reloj. Ya nada estaba tan limpio: ni el aire, ni las paredes, ni el guardapolvo. 



La bolsa negra estaba vacía. El cuerpo se hallaba en una camilla. Era una mujer. Muy parecida a la del cuadro que tenía en el bolsillo, solo que más vieja y menos viva. Ya estaba en un estado avanzado de descomposición. El hombre frenó sus labores cuando escuchó unas sirenas de policía. Esperó... —quizás pasaban de largo—. Al no escucharlas más, continuó con lo que estaba haciendo.



La computadora mostraba un cuerpo virtual, con todos los datos escaneados del cuerpo de la camilla. Toda la imagen titilaba en verde y un cuadro de diálogo le consultaba si deseaba continuar. El hombre no respondió, solo se apoyó sobre la mesada, sacó el portarretrato de su bolsillo y comenzó a mirarlo con ternura.



Él era un científico muy reconocido, creador de muchos proyectos exitosos. Solo uno fracasó, justamente el único que necesitaba en ese momento. 



La clonación estaba prohibida. Copiar a un ser humano era un delito penal. Sin embargo, desde que ella murió en ese horrible accidente, dejándolo solo y devastado, él se convenció a sí mismo que debía traerla de vuelta a su lado. Revivir a alguien era imposible, pero clonar a un muerto, no. 

En ese momento, mientras miraba la foto, recordó lo hermosa y buena que era. Ella lo cuidaba permanentemente y no dejaba que él se estresara con el trabajo.

Entre todos esos recuerdos, cayó en la cuenta de que su mujer defendía fervientemente que lo más importante en una pareja es el sexo: allí residen nuestras almas y el placer sexual es lo que nos hace humanos. 


— ¡Eso es! — exclamó el hombre.



El problema de la clonación era que, si bien era una copia casi exacta, le faltaba el “alma”. Si él la clonaba, ella podría recordar, pero no podría quererlo o sentir como antes. Además, estaba el otro problema, la paradoja de Teseo: aquella que pregunta si cuando a un objeto se le reemplazan todas sus partes, este sigue siendo el mismo. Se dio cuenta que ambas situaciones se podrían resolver. Solo era cuestión de buscar el punto Gräfenberg —es decir el punto G—, y trasplantarlo al clon.



Trabajó poco tiempo en eso y, finalmente, la computadora le volvió a consultar si deseaba continuar. Con una sonrisa puso que sí.



Momentos después, un cuerpo de una mujer apareció en una cámara vidriada al fondo del sótano. Él fue corriendo hacia allí, abrió la cámara, y la ayudó a incorporarse. Ella miraba sin entender. Lo reconoció, lo abrazó fuertemente, y él, llorando, le devolvió el abrazo.



— ¿Cómo lo hiciste? — preguntó ella.



— Es largo de explicar. Quiero abrazarte, te extrañé demasiado. — le respondió realmente conmovido. — ¿Cómo te sientes?



— Conocí el otro lado. El más allá. ¿Quieres saber?  — Se acercó y, mientras lo abrazaba, le susurró al oído. Él sonreía.



— ¿Entonces…? — preguntó. Y ella asintió con la cabeza.



Cuando la policía llegó al sótano, el reloj había dado otra vuelta. Lo que vieron los sorprendió: dos personas abrazadas que se habían quitado la vida.

Sobre M!

Escritor amateur, licenciado en recursos humanos, técnico electrónico y docente universitario, un ecléctico apasionado por la belleza de la humanidad.

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