Mario Ramirez era un coleccionista de alto nivel. Poseía algunas piezas que ningún otro ser humano tenía, y que varios otros envidiaban. En su casa, que era bastante pequeña, tenía una habitación especialmente dedicada a sus colecciones. Allí se podían apreciar pequeños monumentos tallados en piedra, piezas doradas con inscripciones, e incluso un sector completo de armas antiguas.Y en el medio de la habitación, en el sector más iluminado, una mesa adherida al suelo con un cono de vidrio sobre ella, que envolvía cuatro tigres de madera. La disposición de los tigres sugería que solo faltaba uno. No obstante, cualquiera podría adivinar que se trataba de los Cuatro Tigres Mágicos, la colección más misteriosa de todas.
Había pasado diecinueve años buscando completarla. Mucho tiempo invertido, alejado de la gente, encerrado en su estudio investigando, dejando su vida pasar como si nada.
—Vale la pena...— se repetía constantemente.
Pero ya lo tenía en sus manos. El último Tigre, el más hermoso de todos, en su opinión.
Traspasó la puerta de su casa y se dirigió al salón de las vitrinas sin quitarse el abrigo. Lo miró una última vez, entre lágrimas, y lo colocó con las otras piezas en el cono de vidrio. Y se quedó observando, cautivado por las curvas opacas y perfectas de los felinos. Disfrutando cada pequeño detalle de aquel logro tan anhelado.
Un suave brillo parecía emanar de los tigres, que poco a poco aumentó su intensidad. Esto fue inesperado para el coleccionista, ya que no esperaba que pasara nada en particular. Pero pasó.
El fulgor repentino encegueció a Mario, y de repente se hizo visible la imagen de un hombre anciano, con pelo canoso que caía sobre sus hombros y se mezclaba con una barba tupida, y una túnica blanca que le cubría el resto del cuerpo enteramente. El coleccionista no podía salir de su asombro.
El silencio fue cortado por una voz calmada que recitó:
—Tienes cuatro deseos a tu disposición…
Mario hizo una sonrisa incrédula, y estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo. Ya era algo irreal que esa imagen estuviera allí, ¿por qué no creer que podía conceder deseos?
Pensó, ante la tibia mirada del anciano que no se movía en absoluto. Sus facciones denotaban el esfuerzo que realizaba para no distraerse en lo ridícula que le parecía la situación. Gesticulaba levemente, negando ante algunas ideas, y asintiendo ante otras.
Finalmente preguntó:
—¿Hay alguna trampa? ¿O algo que deba tener en cuenta?
—Sí.— respondió el anciano.— Por cada deseo que pidas habrá uno extra. El adicional lo decidiré yo mismo.
A Mario le pareció muy extraño, pero decidió pedir un deseo y dejarse llevar por la situación.
—Está bien. Mi primer deseo es tener una mansión en Nueva York, mantenida por cincuenta empleados. ¡Ah! Y que no genere ningún tipo de gastos impositivos.
El anciano sonrió. Y sacando dos llaves del bolsillo, se las entregó al hombre.
—Concedido. Una llave pertenece a la mansión deseada. La otra es una casa pequeña en Santa Teresita, un pueblo costero. Ambas son tuyas, y las direcciones están en tu teléfono móvil.
Casi automáticamente sacó el teléfono del bolsillo y lo inspeccionó. Efectivamente, estaban ambas direcciones. Lo miró nuevamente y tomó las llaves ofrecidas. Y de repente, sus ojos se llenaron de ambición. Tal poder debería ser aprovechado inmediatamente.
—Mi segundo deseo es ser millonario. ¡Y el tercero es tener un harén con cien mujeres hermosas!
El anciano volvió a sonreír, esta vez sin disimulo.
—Hecho. Eres millonario, y también eres dueño de un hogar de niños pobres. Respecto al otro deseo, ya tienes un harén de cien mujeres. Y una nueva amiga, Sofía.
Mario hizo caso omiso a los deseos extra. Estaba tan contento con sus deseos cumplidos, que no quiso esperar a pedir el último deseo..
—Mi cuarto deseo es vivir cien años… no, ¡mejor cuatrocientos años!
El anciano levantó su mano levemente.
—Te concedo vivir cuatrocientos años, y el extra es que, en el momento que decidas, la cantidad de años que te falten para llegar a esos cuatrocientos podrás regalarselos a quien tu quieras.
El coleccionista estaba extasiado. Jamás se imaginó que valiera tanto la pena la búsqueda de los cuatro tigres. Miró hacia donde estaban, buscando entender lo que pasó. Pero ya no estaban allí, y tampoco el anciano. Tanteó incrédulo sus bolsillos. Las dos llaves estaban dentro.
Los siguientes cuatro años fueron de desenfreno para Mario, haciendo abuso de su fortuna y de su poder. Estaba lejos de ser ese señor introvertido, amable y respetuoso. Se sentía un ser superior y trataba muy mal a las personas que lo rodeaban, a sus empleados, a su harén, e incluso a su amiga Sofía, a quién nunca quería ver. Drogas, alcohol, apuestas, fiestas multitudinarias con gente desconocida. Pero no había nada que lo llenara. Él quería más y más.
Un día, de repente, se sintió solo. Muy solo. Mucho más solo que en sus años de coleccionista. Peor aún, se sentía perdido. Al menos antes tenía un objetivo: completar su colección. Ahora estaba allí, sentado en su balcón gigante, viendo ese atardecer sobre el monte, en esa mansión que ya detestaba, en esa piscina que le daba náuseas, en ese ambiente tóxico que construyó. En esa vida llena de veneno, que tanto odiaba.
Alzó sus ojos asombrados, y sintió escalofríos. ¿Cómo era posible odiar su vida, teniendo todo lo que había deseado? Una angustia le brotó desde lo profundo de su alma, y comenzó a llorar desconsoladamente. Como un niño perdido en la playa.
Una mano suave le apretó el hombro, y luego unos brazos le rodearon el torso. Era Sofía. Siempre tan leal. Sosteniéndolo en el peor momento. Y le dijo tiernamente en el oído:
—Vámonos de acá.
Mario se dejó llevar. Y en poco tiempo estaban en una casa cálida, que luego reconoció como su casa de Santa Teresita. Allí reinaba la calma, la paz. Y el siguiente mes fue el mejor en muchísimo tiempo. Sofía era la principal responsable de ello.
Caminaron por la playa, juntando caracoles y llenando sus pulmones de aire fresco. Armaron castillos de arena, leyeron, bailaron, vieron juntos el amanecer… Él comenzó a verla con otros ojos.
Luego lo llevó al hogar de niños pobres que el anciano le había entregado en propiedad (y al cual por supuesto había olvidado). Juntos, ayudaron y se entregaron por completo a esa causa. De repente descubrió que ver felices a los chicos por algo tan sencillo como un alfajor de chocolate le hacía extremadamente bien. Y ese mes fue incluso mejor que el anterior.
Sofía, en solo dos meses, le cambió la vida. Decidió dar toda su fortuna al hogar de niños. Regaló su mansión a las mujeres de su harén, pidiéndoles infinitas disculpas por todo lo ocasionado. Y se dedicó a vivir con su amiga en esa casita cálida, viajando asiduamente al hogar de niños. Era todo perfecto, y estaba feliz como nunca.
Pero no todas las historias tienen final feliz. Sofía enfermó. Le descubrieron leucemia en una fase muy avanzada. Los médicos le dijeron con tristeza a Mario que solo le quedaban unos días de vida.
Sentado en una de las sillas del hospital, desconsolado, se maldijo a sí mismo. Perdió tanto tiempo en esa vida vacía… tiempo que podría haber estado con ella. Por culpa de su ambición estúpida. Y recordó al anciano y tambiénlo maldijo. ¿Por qué darle todo lo bueno si después se lo iba a quitar?
Entonces recordó que a su cuarto deseo el anciano le regaló un extra… ¡podría regalarle el resto de sus cuatrocientos años a quien quisiera! Es decir, ¡a ella!
Juntó las manos, cerró los ojos y deseó darle sus años restantes a Sofía.
Al abrirlos, la imagen del anciano estaba allí, parada frente a él. Lo recordaba como si fuera ayer, y parecía como si en cualquier momento fuera a sonreír. Pero esta vez el anciano no sonrió.
—Se los puedes regalarlos a cualquier persona, menos a ella.
Mario no lo podía creer. ¿La única manera de estar con ella entonces era morir a la par? Secó sus lágrimas, y decidió ser valiente por última vez. Se levantó de la silla, apretó los dientes, y dijo seriamente:
—Deseo entregarle el resto de los cuatrocientos años a cualquier persona dentro de este hospital. Más precisamente a esa mujer. Mario señaló a una señora en una camilla, pero sin darle demasiada importancia. A él lo único que le importaba era estar con su amada.
Mario y Sofía hoy están juntos, felices en el más allá.
Los trescientos treinta años extra los recibió la señora de la camilla, una tal Mirtha Legrand.
No todas las historias tienen finales felices, pero esta… Esta tiene dos finales felices.
Ohhh. Me dejaste sin palabras. Una historia de vida muy aleccionadora. Y un final abrumador.
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